Cargando...
Opinión

Ojalá fuera un chiste, por Jorge Bruce

“... Si ya antes era una alegre marioneta que arrojaba caramelos —negando con desparpajo el medio centenar de compatriotas muertos a balazos—, ahora es un fantoche atenazado de angustia”.

larepublica.pe
BRUCE

La retahíla de mentiras de Dina Boluarte acerca de sus relojes y joyas recuerda a un chiste narrado por Freud en su obra de 1905, El chiste y su relación con lo inconsciente. A Freud le gustaban mucho estos relatos jocosos, en particular los procedentes del folclore judío, los cuales coleccionaba. El que les voy a referir es el más célebre de todos: una persona le presta a otra un caldero (algo así como una olla) de cobre. Cuando se lo devuelven, se da cuenta de que tiene un agujero en el fondo y reclama a quien se lo había prestado una indemnización. Este se defiende diciendo: “En primer lugar, no me has prestado ningún caldero; en segundo lugar, el caldero que me prestaste ya estaba agujereado; y en tercer lugar, yo te devolví el caldero absolutamente intacto”.

Hay algo en común entre el chiste del caldero roto y las sucesivas explicaciones de la presidenta: “Tengo ese reloj de antaño y lo compré con mi trabajo; en realidad no es un Rolex sino una imitación; la verdad es que me lo prestó mi hermanito Oscorima y ya se lo devolví, pues fue un error aceptarlo, etcétera”. O bien las distintas versiones sobre sus joyas y la cajita de Unique. El poeta Walt Whitman afirmaba con ironía que él no mentía jamás; solo que tenía “sinceridades sucesivas”. El asunto es que cada versión, tomada aisladamente, tiene lógica. El conflicto surge por las contradicciones entre estas “sinceridades sucesivas”, una vez que se las coloca en secuencia.

Esto se asemeja al funcionamiento del inconsciente, en el que la lógica aristotélica, como en los sueños, no tiene cabida. De hecho, Freud consideraba su texto sobre los chistes como una obra menor, una prolongación de La interpretación de los sueños, de 1900. Fue Lacan quien advirtió la importancia capital de ese texto, nos recuerda Elisabeth Roudinesco en su Diccionario del psicoanálisis. En 1958, en su conferencia ‘La instancia de la letra en el inconsciente’, Lacan le dio al chiste (witz en alemán) la categoría de concepto. Para demostrarlo, recurrió a otro chiste relatado por Freud en el citado libro. Se trata de una historia contada por Heinrich Heine en uno de sus libros (Cuadros de viaje). Un vendedor de billetes de lotería se ufanaba ante el poeta por ser tratado de manera famillonaria por el riquísimo barón de Rothschild. En ese chiste, en el que se fragua por error (inconscientemente) una palabra que proviene de “familiar” y “millonario”, Freud veía el mismo proceso de condensación que se observa en los sueños. El vendedor de lotería, ante el deseo imposible de tener a un millonario en su bolsillo, condensa las dos palabras en una. En ese sentido, Freud se adelanta a los descubrimientos de la lingüística moderna, al observar una analogía entre las leyes del funcionamiento del lenguaje y las del inconsciente.

Habiendo dicho esto, volvamos a la inconsistencia de Boluarte. Esta surge, observa Eduardo Laso en su texto Renegar del agujero en el caldero, porque el sujeto, para declararse inocente, se vuelve inmune a la lógica. Lo cual resalta, paradójicamente, su culpabilidad. Ella actúa como si la abundancia de explicaciones reforzara su inocencia, cuando sucede precisamente lo contrario. Mientras más aclara, más oscurece. El problema irrumpe porque, al ser el sujeto de la enunciación la presidenta de la República, nos puede dar risa, pero, al mismo tiempo, nos causa una profunda desazón. Es obvio que tras estas visibles demostraciones de frivolidad, hay algo turbio, pues los ingresos de Dina Boluarte jamás le permitirían adquirir objetos tan costosos. Ni los de antaño ni los de hogaño.

En la versión de Penguin de la Divina comedia de Dante Alighieri, el traductor Jorge Gimeno escribe una excelente introducción en donde apunta: “Uno de los momentos grandiosos del Infierno, en términos plásticos y operativos, es la aparición de Gerión, un monstruo que transporta a Dante y Virgilio a las regiones bajoinfernales en que impera el Engaño, y a cuyos lomos bajan a donde ya no podían bajar”. Salvando las infernales distancias, el destino más probable de Boluarte, cuando el Congreso prescinda de sus servicios, es menos pretencioso: el fundo Barbadillo, ahí donde en la Divina comedia peruana van a parar los presidentes que delinquen.

Lo que estamos viviendo en estos días, con una tendencia creciente, son reiterados ultrajes a la verdad. No solo de parte de la presidenta, claro está. Estas contradicciones las venimos escuchando en el Congreso a diario. Cada vez que le meten un golpe artero al funcionamiento de nuestra democracia, lo celebran con aplausos como si fuera un triunfo. El último huaracazo —por lo menos mientras escribo estas líneas— está dirigido a la educación de los niños y niñas peruanos. Los maestros ya no requieren aprobar una evaluación para permanecer en la carrera magisterial. Mataron dos pájaros de un tiro: se tumbaron la meritocracia en la educación y condenaron a los escolares a una educación sin supervisión de calidad mínima. Sin embargo, lo presentan como un logro en beneficio de los maestros marginados por los malditos caviares. Nada como un chivo expiatorio para disimular sus desmanes.

De la boca para afuera, varios de estos personajes le exigen a la presidenta explicaciones más convincentes. Lo cual es materialmente imposible, porque entonces tendría, como dice Renato Cisneros en un tuit, que cambiar las pulseras de Cartier (es decir Unique) por un par de esposas en las muñecas. Me pregunto si, como en la lógica del inconsciente, estos congresistas que se están levantando al país en peso no prefieren que la presidenta continúe enmarañándose en sus contradicciones sin ton ni son. De este modo afianzan su poder sobre ella. Si ya antes era una alegre marioneta que arrojaba caramelos —negando con desparpajo el medio centenar de compatriotas muertos a balazos—, ahora es un fantoche atenazado de angustia. Recomiendo a los lectores recurrir al DRAE y comprobarán que sus cuatro acepciones para la palabra “fantoche” le quedan a la presidenta como un guante de cabritilla (prestado, se entiende).

Esta situación paradójica se asemeja a otro de los chistes contados por Freud: En una estación ferroviaria de Galitzia, dos judíos se encuentran en el vagón. Uno le pregunta al otro: “¿Adónde viajas?”. “A Cracovia”, responde el otro. “¡Pero mira qué mentiroso eres!”, se encoleriza el primero. “Cuando dices que vas a Cracovia, me quieres hacer creer que vas a Lemberg. Pero yo sé bien que realmente viajas a Cracovia. ¿Por qué mientes entonces?”.

La devaluación de la palabra de las más altas autoridades del Estado —no olvidemos las lamentables intervenciones del premier Adrianzén— incide de manera corrosiva en el índice nacional de desconfianza, acaso el más alto de Latinoamérica, según las sucesivas publicaciones del Latinobarómetro. Somos un “país de desconcertadas gentes esparcidas en un inmenso territorio”, apuntaba Nicolás de Piérola. Desconcertadas y cada vez más desconfiadas. No sin razón.