Seguramente esta noche todos hablarán de los allanamientos a la casa de Dina Boluarte y Palacio de Gobierno. De eso y de su nueva pulsera Cartier. Esa ostentosa pieza valorizada en la módica suma de 54.000 dólares. De eso y de su conjunto de relojes de alta gama. La presidenta y sus oros. La jefa de Estado y su afán de insultar a un país que subsiste desde esa informalidad donde se come dependiendo de la suerte del día a día, de lo que se vende en una jornada de doce horas de trabajo, donde el ambulante se levanta agotado a las tres de la mañana a preparar emolientes con la esperanza de poder llenar la panza de su familia. Ese Perú con hambre que observa –indignado– desde la enorme distancia que ha generado Boluarte con los ciudadanos, como la humilde mujer provinciana que migró a Lima desde su natural Chalhuanca, hoy es una especie de híbrido político a punto de convertirse en cadáver y con ganas de ser enterrada como la mismísima Señora de Sipán. Enjoyada de pies a cabeza. Una especie de Daddy Yankee en versión femenina, pero bastante menos carismática y –lo más grave– siendo una funcionaria que hasta ayer escapaba de la justicia evitando que la revisen. Tremenda rebelde resultó la señora presidenta. Encima, ahora también víctima.
Dina se va quedando sola en medio de su innata incapacidad y escándalos. Ya ni siquiera tiene a Otárola al lado para preguntarle por “sus gatitos”, en caso los tenga. Parte del Congreso todavía, aunque con asco, la respalda porque no tiene otra opción. El enorme coro de medios adoctrinados la atacan (ahora sí) porque callar en esta coyuntura sería bastante más burdo que lo que vemos diariamente donde de política se habla poco o lo que conviene. Todo esto mientras, en paralelo, el empresariado que maneja el país juega su propia pichanga con los mismos de siempre. Los que ya están en campaña y salir del clóset es solo cuestión de intereses y tiempo.
El caso más claro, el del exdictador que ya empezó a hacer bulla a favor de su primogénita. Aquí me quiero detener. En hablar de ese delincuente que escribió la historia de corrupción más nauseabunda y corroborable de todos los tiempos. El que un cinco de abril de 1992 anunció un golpe de Estado, cerró el Congreso, tomó instituciones, mandó secuestrar a periodistas, mató y se hizo del poder absoluto descuartizando la Constitución. La democracia se esfumó mientras las torres de dinero sucio se acumulaban en una sombría oficina del Pentagonito donde, su socio y amigo –Vladimiro Montesinos– canjeaba la conciencia de políticos y empresarios. La plata, la maldita plata. El poder, el puto poder.
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Hay quienes piensan que traer al presente la historia es quedarse en el pasado. Una idea que ahora mismo repiten los voceros naranjas de Keiko de manera muy conveniente. Con nuevo logotipo, con una “K” más grande como si la lideresa hubiese crecido o aprendido algo, pretenden robarnos (además) los recuerdos de lo que vivimos y sufrimos. Con el hashtag “evolucionamos” intentan convencernos que desde la fundación hace catorce años de Fuerza Popular (el apéndice de lo que un día fue Cambio 90) el partido ha progresado. Esa gente no cambia. Keiko, con el tiempo, decrece.
Por lo tanto, recordar no es repetir la historia. Por el contrario, mantener fresca la memoria es un ejercicio obligatorio para no permitir que nos vuelvan a robar la libertad, el alma, el país.
Ese anciano que desde hace diez años nos vende el cuento que se está muriendo obtuvo un indulto ilegal. Por el que los fanáticos pedían cadenas de oraciones y a quien la propia hija se encargó de mantener preso en la Diroes con tal de proteger sus intereses políticos aunque eso significara –también– denunciar a su propio hermano, aparece hoy en redes más sano, lúcido y mentiroso que nunca.
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“No soy asesino”, grita en su cuenta de X el delincuente mientras anuncia su propio canal en Youtube para presentar sus videomemorias. Quién diría que el otrora moribundo terminaría más activo en el mundo virtual que Mark Vito, su exyerno. Uno con falacias, otro con payasadas. Ambos con el mismo objetivo: distraer y engañar, ¿o acaso el exmarido de Keiko, el que dormía en carpa llorando por su amada y pidiendo a gritos la sazón de su esposa quien –según él– preparaba el mejor lomo saltado, no era un próspero empresario dedicado a las bienes raíces?
El popular ‘Chino’, condenado por los delitos de homicidio calificado con alevosía (las masacres en Barrios Altos y La Cantuta), lesiones graves y secuestro, quiere que olvidemos todo. Borrón y cuenta nueva. Para quien según la justicia peruana, es un A-SE-SI-NO, está tratando de que (sobre todo los más jóvenes) no conozcan del terror que sembró su gobierno.
Alberto Kenya Fujimori Inomoto no solo gobernó durante diez años el país y pretendió una tercera reelección. Fujimori se escapó del Perú y renunció a su cargo a través de un fax. Luego se escondió en Chile y vivió como rico en una de las zonas más exclusivas de Santiago, mientras aquí se preparaban los cuadernillos para lograr su extradición. Para que ese cobarde que prometió un Perú diferente con casco de obrero y sentado en un tractor regrese a Lima a responder por sus delitos.
Y claro que volvió. No solo retornó, sino que se fue directo a una cárcel donde ahora mismo debería estar cumpliendo la condena de veinticinco años que se le impuso y no solo catorce. Fujimori no se estaba muriendo, no está agonizando. Sus memorias serán un capítulo más de las patrañas de un mitómano compulsivo que se atreve a adjudicarse el éxito de la captura de la cúpula de Sendero Luminoso cuando ni siquiera quiso apoyar logísticamente a los valientes integrantes del GEIN, quienes con su plata se las ingeniaban para hacer guardia en la puerta de la casa en Surco donde sospechan se escondía el genocida más grande que ha tenido el Perú: Abimael Guzmán.
Fujimori ese día estaba pescando en Iquitos y volvió recién al día siguiente para recibir un enorme duchazo de popularidad. Los hechos no mienten, quien lo hace es el asesino, el exdictador.
Todo fue (es) parte de la pantomima a la que nos tiene acostumbrados el fujimorismo. Empezando con el patriarca y siguiendo con la hija capaz de obtener una mayoría contundente en el Congreso y usarla para obstruir reformas a favor del país y traerse abajo a los pocos ministros decentes que nos quedaban en aquel entonces.
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El que creó junto a su íntimo, al que cariñosamente llamaba Vladi, un grupo paramilitar al que bautizaron con el nombre de Colina para asesinar extrajudicialmente a los que, sospechaban, eran terroristas. Entre ellos, una criatura de ocho años. Eso y más es Fujimori. Esto y más es lo que Keiko llama errores y no delitos. Esto y más es lo que en Fuerza Popular es un ejemplo para evolucionar. Esto y lo que está por venir. La señora K sabe que se acerca el juicio oral por el caso Cocteles y que la justicia llegará por más artimañas que vaya consiguiendo en la ruta que se ha trazado para no volver, ya con sentencia, a Santa Mónica.
A esta señora le importa más seguir jodiendo al Perú mediante su perverso juego de seducción, donde no termina de admitir si será o no la candidata de su partido en un próximo proceso electoral, que ir nuevamente a la cárcel. Prefiere el poder que la libertad, el sillón presidencial que su propia familia, su partido político (aunque esto signifique tener como manager a ese padre que ahora sí le sirve).
Al final del día, Dina, sus frases apócrifas, sus Rolex, su rebeldía frente a la verdad, es algo que seguirá haciendo noticia. Del Congreso y su enorme lista de atentados contra la ley y la Constitución hablaremos los periodistas independientes que aún quedamos. Pero de los Fujimori, y de esta abominable campaña, es algo que (por lo menos yo) hoy no podía dejar de tocar. No es cuestión de odio, es cuestión de memoria. Un asunto llamado DIGNIDAD.