“Antes de llegar al verso final, ya había comprendido que no saldría jamás de ese cuarto, pues estaba previsto que la ciudad de los espejos (o los espejismos) sería arrasada por el viento y desterrada de la memoria de los hombres en el instante en que Aureliano Buendía acabara de descifrar los pergaminos, y que todo lo escrito en ellos era irrepetible desde siempre y para siempre, porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra”.
La República del Perú ostenta –en su atropellada y lúgubre historia– segundas, terceras, enésimas oportunidades. Más de 200 años bailando el mismo tundete. En eso le ganamos a Macondo. Firme y feliz por la unión. Ni la gran estafa de Ravines supera tan grande mentira. El Perú –tu Perú, mi Perú, nuestro Perú– no es, ni ha sido, firme o feliz en toda su historia. Vaya lágrima. Ni Palma se atrevió a escribir firme y feliz. Ni Garcilaso, ni Piérola, ni Castilla, ni Cáceres. Mucho menos García, que de Dios goce.
Por esta vez me tomaré la licencia, arbitraria y subalterna, de apellidarme Buendía. Es que estos días entre sonsos y tóxicos, con los benditos Rolex de la señora presidenta en ejercicio –que de acuerdo al artículo 41 de la Constitución aún está a tiempo de declarar–; y que su impudicia, expuesta en público por ella misma y sus mandaderos, más oscurece que aclara. Como decía mi profesor Alejandro Huertas, el más querido de mi colegio Champagnat, “acá hay algo que huele a estofao”.
Con el Congreso perpetrando una Asamblea Constituyente encubierta –y mochando sueldos a rabiar, con la impunidad más lumpen y descarada que esta tierra haya visto jamás en un Hemiciclo de esta república cualquiera–, coludiéndose con la minería ilegal, violentando las leyes a contranatura; constituyéndose, a través de la dictadura del voto, en representantes de las mafias más representativas de este país sin ley; de los que le van a la trata, al sicariato y a la que los parió.
Con la Fiscalía ardiendo en llamas y a nadie se le mueve un pelo.
Nos gobierna una suerte de anomia y a nadie se le mueve un pelo.
Con el enorme e inquieto cóndor de los andes mirando todo este siniestro republicano, a lo lejos; cóndor como el águila lo es para los Estados Unidos o el Imperio Yanqui, según el ojo o la definición con que se mire.
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¿Por qué el cóndor no está en nuestro escudo nacional y en su lugar está la cornucopia robada, el árbol de la quina ya extinto y la vicuña que se está muriendo de frío desde la región quechua para arriba?
Tenemos ocho pisos altitudinales, según Pulgar Vidal. No hay país más diverso, más hermoso, más cambiante, más acomodaticio, más caro, más Mercedes Benz o Mini Cooper –geográficamente hablando–: chala, yunga, quechua, suni, puna, janca, rupa rupa y omagua.
Sin embargo, apestamos a la indómita corruptela, que responde al ADN nacional. Entre los asaltos en este pandemonio llamado Lima. Entre el caos perpetuo reflejado con el tránsito citadino. Tenemos señales de tránsito fungiendo de adornos metropolitanos. Cada día veo que hay gente tomando taxis en donde dice “paradero prohibido”. País sin ley. Cada tarde veo autos girando a la izquierda, justo donde dice “prohibido doblar a la izquierda”. País sin ley. Cada noche veo gentes pasándose la luz roja sin sonrojarse, a lo bestia. Cada trasnoche soy testigo de los que emprenden salida del zanjón de Bedoya, girando su timón a lo loco del tercer carril a la rampa de salida. Y uno frenando y puteando a la antigua. Sí, país sin ley.
Vivimos en el país de las eternas segundas oportunidades perdidas:
–¡No nos ganan, primito!
Creo haber visto los pergaminos:
–Por eso hoy me apellido Buendía –y me temo que es la última y única salida a la vista para esta infausta tierra del sol: propongo formalmente vender el Perú. Pongamos que a cada persona nacida en esta tierra le caerá su buena tajada. Pongamos que hablo de un precio base de 100 mil millones de euros.
La idea no es una novedad, ciertamente. En estos días sin sol recordé un libro que leí hace una década, será.
El vendepatria, del genial Robby Ralston:
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“Si estuviéramos hablando de una casa en ruinas que ni nuestros abuelos y padres pudieron arreglar, y que sabemos que nosotros tampoco podremos arreglar, ¡la venderíamos! Por eso me pregunto, ¿por qué no nos decidimos de una vez y vendemos el Perú a alguien que lo pueda administrar mejor que nosotros? Vamos todos dentro de un Mercedes Benz de lujo, carísimo, espectacular, ¡pero resulta que ninguno de nosotros sabe manejar! ¡Cada vez que uno se anima y coge el timón, el auto termina con un nuevo choque y va perdiendo su valor! ¡Vendamos entonces el Mercedes y viajemos tranquilos, de pasajeros, en taxi! ¿Y la plata? ¡A la cuenta de ahorros de cada peruano!”.
Hay postores, según el vendepatria imaginario de Ralston:
Japón, Canadá, Estados Unidos, China.
¿A cuánto lo venderías tú –peruano, peruana–, pueblo y país consciente?
Pregunto yo, abiertamente.
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¿100.000 millones de euros?
A cada quien su tajada: serían 3 millones por cada persona nacida en esta hermosa tierra del sol –sí, usted y yo podríamos migrar tranquilamente y esta tierra se sincera y se vende–. Pero ¿podríamos ganar más por la venta? La respuesta es que sí. Cuando te deshaces de un bien –de tu auto, de tu casa, de tu terreno, de lo que sea–, lo pones en valor. O sea, lo hacemos más atractivo para el comprador.
Un país, en este caso –que a estas alturas me lo estoy creyendo–, se vende mejor si tiene un Congreso que tiene buenos representantes. Si decidimos poner en venta el Perú, vamos a elegir congresistas que hagan leyes en consonancia con la venta, hacer del Perú un país sexy, vendible, derechito a la OCDE. Si decidimos poner en venta el Perú, vamos a tener jueces y fiscales que no se corrompan y que, más bien, fallen e investiguen de acuerdo a la Constitución que rige al país en venta; en este caso, el Perú –tu Perú, mi Perú, nuestro Perú–. Es eso, o vender estas tierras dispersas y ajenas –de aimaras, de quechuas, de wankas, de los que se creen españoles, de los chunchos inconquistables–, por pedazos a nuestros vecinos; los que siempre ambicionaron estos confines:
A Ecuador, le vendemos Tumbes, Jaén, Maynas y todas las vainas.
A Colombia, que se hizo de Leticia, le vendemos Loreto completo, parcero.
A Brasil, le hacemos un striptease con carnaval, ofreciéndole el Océano Pacífico.
Bioceánico, meu amigo.
A Bolivia, le cobramos bien por el Titi; porque fuimos tan vivos y vivas diciendo que Caca va para el altiplano, ¿no?
A Chile, la tarifa más cara. Tendrá todo el sur, incluido Machu Picchu; su sueño húmedo hecho realidad.
¿Quieres eso, peruano, peruana?
Tú dirás.
“No es difícil de entender. Todo esto se va a perder. Tantas cosas buenas derrumbándose a la vez. No es difícil de explicar. Si todo esto siempre pasa igual. No es difícil de entender. Todo esto se va a perder. No me digas que las cosas van a estar bien”.
«Tantas cosas buenas»
Él mató a un policía motorizado.
Buenos Aires, 2023.
«Adiós, pueblo imbécil»
José de San Martín
Lima, 1822.