Una semana en la política peruana puede ser un año en la de cualquier otro país. El sábado pasado no se veía venir la caída del presidente del Consejo de Ministros atrapado en un audio donde desde la cincuentena trataba, parece que infructuosamente, de seducir a una reticente veinteañera. A pesar de que ambos protagonistas han coincido en que la conversación es del 2021 (cuando Alberto Otárola no era ministro) y que, por tanto, podía hacer de Sugar Daddy con su plata, lo cierto es que el ministro mintió. Había afirmado, meses atrás, que a la señorita en cuestión la había conocido en una reunión y nunca más la había visto. Eso no es cierto.
Pero más allá del morbo y de la sordidez de la vida privada de algunos de los acusados por Otárola de un presunto complot, ¿por qué Dina Boluarte se apuró a largar a su brazo derecho? El presidente del Congreso le dio trabajo a la hermana de la madre de su hijo y todos bien, gracias. ¿No es más morboso? ¿Por qué la cara de Viernes Santo de la ministra de la Mujer y el comunicado severo e instantáneo después de la emisión del reportaje amoroso de ‘Panorama’? A Otárola le permitieron controlar la narrativa de su salida (el complot, sus éxitos, sus enemigos Vizcarra y Antauro, y hasta su lanzamiento como candidato “en las calles”) a condición de qué sacara de la historia al sospechoso comúnmente aceptado de su caída: Nicanor Boluarte. Su reiterada exoneración por parte de Otárola y su hermana Dina solo lo hace ver más comprometido. ¿Qué pasó realmente? Tal vez la presidenta se hartó de que se le recuerde que, por su incapacidad de gobernar, ha sido Otárola el verdadero gobernante. ¿Quién va a llenar ese vacío de poder? Adrianzén no parece el indicado y se verá en los próximos meses si prescindir de Otárola, tal vez por pura vanidad, no fue el peor error político de los Boluarte. Pasar de ser indispensable a prescindible no es una decisión siempre acertada en política.
Al día siguiente de la salida del primer ministro juró su sucesor con idéntico gabinete. Un insulto para Adrianzén que habla del sigilo con el que se trabajó la salida de Otárola. No le dejaron mover a un solo ministro. Pero esa noticia ya es un periódico de ayer. El Congreso regresó al protagonismo, trabajando, también con sigilo, en un pacto que nos lleva a la reforma más importante que se ha hecho a la estructura constitucional en 30 años. El Perú regresa a su histórica tradición bicameral, lo que implica un reconocimiento implícito del fracaso de la unicameralidad, un sistema que produce leyes inconstitucionales y que termina convirtiendo al Consejo de Ministros y al Tribunal Constitucional en cámaras revisoras. No es, sin embargo, la defensa de la Constitución lo que mueve a los actuales congresistas sino un asunto mucho más banal: el sueño de la reelección. Una mala decisión en el referéndum del 2018 (prohibir la reelección parlamentaria) ha sido la única forma de generar un incentivo suficiente para que se apruebe la bicameralidad, un sistema que, gracias a Dios, divide el poder a un Congreso autocrático como el que hoy tenemos.
Sin embargo, las peores noticias para el régimen hibrido que soporta el Perú (definición de la prestigiosa revista The Economist que no califica esto que vivimos siquiera como una democracia débil) llegaron el jueves con la inconstitucional inhabilitación de dos miembros de la JNJ. El lunes, probablemente se tiran a uno más. De lo que se trata es que la JNJ no tenga quorum o no tenga votos para sancionar las conductas ilícitas de jueces y fiscales al servicio o cómplices de congresistas en los delitos por los cuales ambos grupos de poder están investigados. A Patricia Benavides se le imputa (con bastante evidencia probatoria) canjear impunidad a cambios de votos para inhabilitar a Zoraida Avalos y defenestrar a la JNJ. Con total descaro, los congresistas investigados o denunciados han votado sin excusar conflicto de interés alguno.
Pese a todas las reconvenciones internacionales, todas las bancadas, a excepción de Cambio Democrático, se mostraron brutalmente prepotentes. Era una reedición de 1997 cuando el Congreso, liderado por Vladimiro Montesinos desde las sombras, se tiró lo último que quedaba de institucionalidad al destituir a tres magistrados del TC. Costó tres duros años volver a la democracia, pero ese fue un punto de quiebre. Celebrado como un gran éxito en la salita del SIN, Montesinos advertía a su bancada que podían ganar la reelección de Fujimori sin mayoría en el Congreso mientras controlaran todo el sistema de justicia y el sistema electoral. Las lecciones del tío Vladi siguen vigentes. Tal vez deberían recordar sus émulos cómo terminó esa historia.
A pesar de esta suma de desgracias democráticas, el viernes trajo lo suyo. El Tribunal Constitucional no podía quedarse atrás en sus servicios a Rafael López Aliaga, cuyo partido los puso en el poder. Sin más, modificaron por resolución un contrato vigente. Les importó un pepino violar la Constitución. Mucho menos destruir la seguridad jurídica de las inversiones en el Perú. La empresa Rutas de Lima, de propiedad mayoritaria de Brookfields, un fondo de inversión en infraestructura multinacional y multimillonaria va a litigar en tribunales arbitrales internacionales donde la Municipalidad de Lima ya ha perdido dos veces millones de dólares. En esta tercera oportunidad, volverá a perder. Y no serán los usuarios de la autopista norte de Lima los que paguen sino todos los peruanos. No hay forma de no pagar hasta el último centavo de esos peajes “suspendidos” por la demagogia. No solo el lucro cesante, el daño emergente, sino también daños punitivos y morales por una campaña de hostilización pública y bastante notoria.
Sin embargo, el prevaricato del TC tiene un costo muchísimo mayor que el que pagaremos tarde o temprano a Rutas de Lima. Ese es el costo de no salir de la recesión. Para todos es absolutamente conocido, porque se ha explicado hasta el cansancio que nuestra economía nunca se recuperará si es que no hay inversión privada. Pedro Castillo, y el plan de Cerrón que lo acompañó, originó una estampida en la inversión. Era, como advertí tantas veces, el hambre. Pero Dina Boluarte no ha podido revertir estas cifras catastróficas. No hay forma de tener desarrollo sin crecimiento, y no hay forma de tener crecimiento sin inversión, y no hay forma de tener inversión sin seguridad jurídica.
La seguridad jurídica es la madre del progreso. Lo que ha hecho el TC no es favorecer a un grupo de vecinos cuyas legitimas aspiraciones tienen una solución menos onerosa en una vía alterna. Lo que ha hecho el TC es destruir la seguridad jurídica de los contratos en el Perú, colocando al Estado peruano en todas las listas negras de inversionistas del mundo.