(*) Profesor PUCP.
Tras los resultados del ‘supermartes’ (votación en 15 estados para demócratas y republicanos), un hito central en las primarias norteamericanas, ya prácticamente queda claro que el ring electoral del próximo noviembre tendrá a los mismos contrincantes del 2020: Joe Biden y Donald Trump. Nada nuevo, aparentemente. Pero si se mira lejos, puede verse el tornado político que se avecina.
Más de un analista político estadounidense y algunos políticos aventuran algo que suena un poco exagerado. Sostienen, con más o menos matices, que lo que está en juego no es sólo la elección de un nuevo mandatario sino, además, la mismísima salud de la democracia. Algo así como un giro de tono dramático latinoamericano poco habitual en el ‘gran país del norte’.
¿Está la tierra de Thomas Jefferson en ese punto de quiebre? Estirando el susto podríamos decir que hasta ya parece una república bananera. No, no se ha llegado a esa situación límite y delirante. Pero la impronta furiosa de Trump hace pensar que algo pasa, no únicamente en su cabeza; también en el imaginario de millones de ciudadanos que lo ven con devoción.
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El Trump de ahora es, aunque suene imposible de creer, más desatado que el de ayer. Está usando un lenguaje prácticamente nazi para referirse a los inmigrantes (“envenenan la sangre”), y de corte violentísimo para sus adversarios, a quienes llama “alimañas” (la típica animalización del oponente para atacarlo y deshumanizarlo). Ha perdido los frenos sin rubor alguno.
Además, anuncia una operación de deportación de migrantes sin precedentes y está de acuerdo con que se dispare a quienes roban en las tiendas, como si los continuos tiroteos en su terruño fueras sólo discusiones de una tarde en Central Park. Si ese talante en un candidato presidencial no es peligroso para EEUU, y para el mundo, entonces que venga el meteorito final.
El problema es que Biden no es precisamente el chico más querido en el pueblo. Ha sido borroso, sino insensible, frente al desastre humanitario en la Franja de Gaza, no ha manejado bien la economía, asunto central en los motivos electorales de los norteamericanos, y encima tiene problemas de memoria notorios. Esta vez, podría perder frente al Trump recargado.
Es más: una reciente encuesta publicada por The New York Times pone al díscolo republicano con 48% de intención de voto y al despistado demócrata con 43%. El partido podría voltearse, claro, pero nada indica que los demócratas quieran rebobinar y sacar de la manga un candidato alternativo. Se confía en que, como ya le ganó una vez, lo hará nuevamente sin problemas.
O pujando, pero le ganará. Trump tiene oposición entre los propios republicanos, que a pesar de eso lo asumen porque lo ven como su carta ganadora. No hay otra. Nikki Halley, su única contendiente, ya tiró la esponja y eso parece haber ensoberbecido más a ese señor que hasta se llevó documentos secretos a su mansión. Y que tiene varios, hartos, juicios encima.
Se podrá argumentar que levantó la economía, o hasta creer que los abultados procesos en su contra configuran una campaña contra él. Lo primero es cierto, y lo segundo es posible. Lo que parece increíble es que una potencia mundial esté en trance de alzar otra vez en el poder a un ciudadano que causó varios problemas en su país, y a nivel planetario, con su verbo y su acción.
Faltan varios meses para noviembre y puede haber novedades, que volteen la tortilla política. Pero, de momento, hay un Biden menos impetuoso, un Trump desaforado, y una parte de la sociedad que los alberga queriendo recorrer un largo y tortuoso camino. El edificio institucional es fuerte, pero no olvidemos que hasta el Capitolio fue presa de los vientos trumpianos.