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Opinión

Sin rumbo, sin resultados, por Mónica Muñoz-Nájar

"Algo en lo que el sector público tiene una ventaja frente al privado es que en el primero se atienden necesidades sociales y puede, en teoría, atraer a personas lo suficientemente motivadas para hacer un buen trabajo".

larepublica.pe
MUÑOZ

(*) Economista de la Red de Estudios para el Desarrollo (Redes).

¿Por qué el país con uno de los mejores bancos centrales del mundo tiene servicios públicos tan malos? Julio Velarde ha señalado en más de una oportunidad que tres factores explican el éxito del banco central peruano: 1) la independencia y autonomía que tiene y están protegidas en la Constitución, 2) la estricta meritocracia y 3) la claridad en sus objetivos y en lo que puede y no puede hacer.

Cada uno de estos puntos tiene una gran importancia, pero ¿se pueden replicar en todas las entidades del sector público? Analicemos la claridad de los objetivos. El banco central tiene un objetivo principal, que es preservar la estabilidad monetaria, y lo hace teniendo una meta explícita para la inflación, así, el resultado de su política se puede juzgar en tanto cumpla con mantener la variación del nivel de precios en su rango meta. Un claro objetivo para hacer la rendición de cuentas.

Lo ideal sería que esté claro qué objetivos buscamos como país, pero ni en lo más básico estamos de acuerdo. Todos queremos una mejor educación, pero ¿qué significa eso?, ¿que el 100% de estudiantes entienda lo que lee?, ¿sepa de matemática?, ¿practique deporte?, ¿un arte? ¿Y cómo se mide cada una de estas variables?

El problema de no habernos puesto de acuerdo, como país, en cómo medimos si nos está yendo “bien” o “mal” en algo es, en parte, producto de que las discusiones siempre revuelven alrededor del día a día, no en hacia dónde queremos ir, tema identificado incluso por la OCDE cuando señala que una de nuestras principales debilidades es la falta de planeamiento estratégico.

Principal vs. agente

La falta de claridad de objetivos complica aún más la gestión del Estado. Seguro, el lector ha escuchado en algún momento del problema de “principal-agente”, que se da cuando una persona (agente) toma decisiones y actúa por otra persona (principal), pero no tiene los mismos intereses que este. En el corazón del sector público reside este conflicto del “principal-agente”, los funcionarios públicos, que deberían actuar como agentes de la población, y a veces se ven tentados a perseguir sus propios intereses. En las democracias, los funcionarios públicos tienen el deber de perseguir el interés público, pero de ese objetivo se ven desviados por sus propios intereses y por diversas demandas inmediatas de distintos actores.

En el caso del banco central, en la Constitución y normas que lo rigen está claro cuál es el objetivo que debe cumplir y la rendición de cuentas permanente del banco central, que publica sus acciones de forma diaria, el programa monetario cada mes y cada tres meses su reporte de inflación, establece el sistema de incentivos necesarios para que todos los funcionarios del banco central estén alineados en lograr el objetivo, pero ¿y el resto del Estado?

Entendiendo que un primer paso básico debería ser tener un común entendimiento de las metas y objetivos que se quieren alcanzar, podemos explorar el uso de incentivos como herramienta para minimizar el conflicto de intereses que trae el problema de principal-agente en el sector público. Los incentivos son estímulos que se ofrecen a una persona, grupo de personas u organizaciones enteras para motivar o detener algún comportamiento. Los incentivos pueden ser económicos (como dinero o premios) o no económicos (como reconocimientos o beneficios laborales). Los incentivos se usan, entre otros, para alinear los intereses de los agentes con los de los principales. Entonces, ¿por qué no se usan más en el Estado?

Incentivos para el Estado

Reconozcamos algunas de las dificultades adicionales que supone poner incentivos en el Estado, comparado con el sector privado. Según un estudio del International Growth Center (IGC) del 2017, los funcionarios públicos no se ven directamente afectados por un mal desempeño ineficiente de la organización estatal. Los beneficios de la actividad pública son más difusos (y difíciles de medir), y además muchas veces los funcionarios no usan directamente los servicios públicos que promueven.

En el sector público existen, además, múltiples potenciales “principales”: los votantes, los ciudadanos de distintos grupos de interés, los trabajadores, el sector formal e informal, las comunidades indígenas, campesinas y afroperuanas, entre otros; ¿qué intereses promover entre ellos?

Adicional a esto, muchos de los servicios del Estado no tienen competencia que los incentive a mejorar su calidad. En cambio, en el sector privado, la competencia es tan elevada que incentiva a la productividad.

Algo en lo que el sector público tiene una ventaja frente al privado es que en el primero se atienden necesidades sociales y puede, en teoría, atraer a personas lo suficientemente motivadas para hacer un buen trabajo. En este caso, las políticas de contratación y gestión de trabajadores públicos pueden ser más útiles que brindar pagos adicionales.

¿Y el Perú?

En el Perú se vienen aplicando incentivos en algunas partes del Estado, aunque la implementación es limitada y muy centrada en temas vinculados a la ejecución de recursos presupuestales o del logro de indicadores de proceso, no de resultados hacia la población. Distintos sectores como el Ministerio de Economía o los de Educación y Desarrollo e Inclusión Social tienen mecanismos de incentivos en los que transfieren recursos a Gobiernos regionales, municipalidades o unidades de gestión descentralizadas para que puedan ejecutar más actividades si es que cumplen con metas como distribuir los materiales educativos a tiempo, emitir DNI a los niños recién nacidos, convocar a tiempo los procesos de contratación de docentes, ejecución del patrullaje del serenazgo según lo programe cada municipalidad, y un largo etcétera.

La buena noticia es que estudios desarrollados por el CIES y Grade para algunos de estos mecanismos, como el Fondo de Estímulo al Desempeño y Logro de Resultados Sociales (FED) del Midis y los compromisos de desempeño del Ministerio de Educación, señalan que estos han presentado buenos resultados, a pesar de sus limitaciones. La clave del éxito parece ser el desarrollo del modelo de cambio que requieren los resultados finales que se quieren promover: ¿qué tenemos que promover para lograr mejorar el servicio educativo público? ¿Qué componentes dan las entidades públicas para reducir la desnutrición? Con esta identificación se pueden diseñar incentivos que funcionen.

Con objetivos más claros podemos tener un rumbo más claro y a partir de ello sacar adelante el sistema público. Nos toca, desde donde estamos, aportar en la discusión de cómo es la salud que queremos, la educación que queremos, la infraestructura que queremos, en fin, el país que queremos. Si no lo hacemos, seguiremos sin rumbo.