Durante los últimos días, semanas, meses, y seguro años, todos, como ciudadanía, hemos sabido con insistencia de buen número de denuncias, casos y/o sentencias de la justicia que han involucrado a uno o más miembros de la institución policial. Esto se ha sumado a cuestionamientos preexistentes a la institución y ha abonado, sin duda, a su desprestigio y pérdida de credibilidad de cara a la ciudadanía, realidad innegable, muy a pesar de la indiscutible valía de muchos de sus buenos elementos que, día a día, en difíciles condiciones, y desde todos los rincones de nuestro país, cumplen su función a cabalidad, suman a una convivencia respetuosa y pacífica y trabajan para construir una sociedad más segura y justa para todos y todas.
Lamentablemente, el desempeño de los buenos elementos de la institución se ha visto superado por una evidente realidad plagada de cuestionamientos, que ha dado lugar al deterioro de la imagen de la institución policial, a quienes se les vincula, además, con la defensa férrea de un régimen impuesto por fuerza y carente de toda legitimidad y capacidad de gobernar, y con la represión violenta a la manifestación ciudadana, una de ellas, la que hace más de un año dio lugar a medio centenar de compatriotas fallecidos, centenares de heridos y algunos con secuelas en la actualidad. Además de la asociación que surge con la impunidad actual de los responsables políticos y materiales de esos hechos, al interior de la institución, y con la estigmatización y criminalización de la protesta ciudadana.
A todo ello se le suman cuestionamientos a su eficacia para el cumplimiento de su tarea de ser garantes y protectores de la seguridad, el orden y de las leyes, combatir la delincuencia y ser defensores de la sociedad, las personas y su desarrollo en el marco de una cultura de paz y de respeto de los derechos humanos, especialmente en un momento en el que el desborde de la criminalidad parece incontrolable y en el que las acciones adoptadas por el Gobierno, como las declaratorias de estado de emergencia, han resultado totalmente ineficaces y han dado lugar a naturales críticas a una institución de la que la sociedad espera acciones consistentes e integrales que respondan al enorme reto de garantizar una convivencia segura.
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Además de esto, los cuestionamientos a la integridad de algunos de sus miembros y su manejo interno (recursos, funciones, ascensos, sanciones, etc.) han dado lugar a señalamientos que han generado gran impacto en la opinión pública, vinculado, por supuesto, al reconocimiento ciudadano de la corrupción como uno de nuestros más grandes flagelos actuales, de la mano de la delincuencia y la inseguridad.
En medio de este escenario que interpela a la institución, y pone de manifiesto la urgencia de cambios, cabe preguntarnos si acaso la reciente caricatura de un brillante caricaturista político, Carlín, que pretendió poner en colores esta realidad palpable, debió dar lugar a una respuesta institucional de clara amenaza a la libertad de opinión y expresión, como la que hemos visto, o si, por el contrario, debe servir para sumar al reconocimiento de la urgencia de cambios, de forma y fondo, que restructuren la institución, en términos de eficacia y eficiencia, para el logro de sus fines y apego al ideario democrático, y que solo serán posibles enmarcadas en una tan urgente y postergada reforma policial.
Queda claro que esta caricatura de una urgencia, lejos de ofender, representa la demanda ciudadana por una institución en la que sean sus buenos elementos los que prevalezcan y desplacen a los causantes de cuestionamientos actuales para dar lugar a una institución reformada al servicio de la ciudadanía.