Ocupa cuatro segundos teclear “la traición” y demanda incluso menos tiempo indignarse. El ejercicio veloz del usuario que lanza la piedra y no esconde la mano, salvo que se trate de un trol, delata lo sencillo que es abrazar la disputa. Comulgar con la ira se valida tras unos clics, mientras que repasar lo que hay detrás de un titular —“Ricardo Gareca es el nuevo DT de Chile”— exige un viaje al 2015 y una cuota de discernimiento.
El Tigre, bajo un contrato económico —como todo adulto en función de su propósito—, aceptó dirigir a un equipo que no había pisado las canchas mundialistas durante 36 años. No solo trabajó con un grupo dormido, sino con un país que también lo estaba. Él despertó tácticas deportivas y, de paso, credulidad en el público. La comodidad, la tarea tranquila, quedó fuera de su doctrina. Arrancó con la medalla de bronce en la Copa América tres meses después de asumir su cargo y aterrizó hasta encaminar a la selección a los bordes de Qatar 2022. Sus marcas numéricas alentaron el termómetro anímico de un Perú siempre urgente de espacios de democracia, y el fútbol es uno de ellos: gritar en unidad no lo logra la política, por ejemplo.
Con su “pensá”, el argentino sedujo al territorio blanquirrojo, y el territorio blanquirrojo se instaló en su CV y además en su atrevimiento: se fue a Chile, e irse a una nación históricamente antagonista subraya su hostilidad ante el confort. Sabe lo que ha detonado. Él, un estratega, advierte la huella de la opinión pública y tolera que su título de leyenda se sacuda con los reproches. Viste lentes de rockstar y terno, camina imperturbable y conserva la elegancia con que toleró una negociación fallida con la Federación Peruana de Fútbol y la misma clase para, de inmediato, decir en conferencia de prensa: “Estoy eternamente agradecido con el jugador peruano”.
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La gratitud de la que hablaba en 2022 debería ser una réplica en la respuesta nacional ahora, en 2024, cuando permanece con indeleble en las páginas del ámbito deportivo una era de fe que todavía vibra junto con ese corillo casi convertido en himno: “Porque yo creo en ti, vamos, vamos, Perú”. Y picapica y pintura y bullanga feliz. Esa estrofa posee una melodía superior a la última confesión de Agustín Lozano: “Ricardo es un profesional como todos nosotros, hay que desearle lo mejor. Indudablemente que cuando juegue con Perú no podemos desearle lo mismo”.