El nacimiento del ombudsman o defensor del Pueblo tiene su origen en Suecia, hace más de 200 años, surgiendo con el encargo de velar por la buena administración pública en favor de la ciudadanía. Las complejas relaciones entre ciudadanía y organismos del Estado han hecho que los Estados modernos adopten estas instituciones como parte de sus estructuras, buscando proteger a las personas de los abusos o acciones públicas arbitrarias.
En todos los países en los que existen, la Defensoría del Pueblo (con sus distintas denominaciones) ha resultado de suma importancia para proteger a la ciudadanía de violaciones a sus derechos, abuso de poder, decisiones injustas y mala administración de entidades públicas, así como en la vigilancia de la labor de los Gobiernos y la rendición de cuentas. Además, “han contribuido a fortalecer los mecanismos de representación y comunicación entre la sociedad civil y los gobernantes” (IIDH, 2006).
Según el International Ombudsman Institute, existen Defensorías del Pueblo en más de 100 países alrededor del mundo y, para el caso de Iberoamérica, su conformación o fortalecimiento “ha coincidido, en la generalidad de los casos, con procesos de democratización” (Pérez-Ugena, 2022).
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En este marco, la Defensoría del Pueblo de nuestro país ha tenido un importante rol en el fortalecimiento de la democracia, acompañando y velando por la ciudadanía durante los años de la lucha por la recuperación de la democracia a finales del régimen fujimontesinista, vigilando los derechos de pueblos indígenas y comunidades campesinas en conflictos sociales, medioambientales y laborales, actuando con prestancia para garantizar el respeto a la población LGTBI+ en el país y, por supuesto, defendiendo a la ciudadanía en general frente a abusos de los servicios públicos en incontables ocasiones.
Esta institución fue pues, por muchos años, una de las pocas que generaban confianza entre ciudadanas y ciudadanos, y que era percibida como efectivamente orientada a su atención y protección. La Defensoría sí nos defendía, y eso, en un país tan precario, significa mucho en la relación Estado-Sociedad.
Para mantener esa representación y confianza ciudadana, la elección de quien ocupa el cargo de defensor o defensora del Pueblo debió mantener siempre los más altos estándares de calidad profesional y ética.
Tristemente, la elección del actual defensor del Pueblo fue la antítesis de ello: la DP fue usada como moneda de cambio de los intereses de una coalición que ha visto en esta importante institución un peldaño más para su control autoritario y corrupto del poder.
Por eso Patricia Benavides, exfiscal de la Nación, negoció los votos para el nombramiento de Josué Gutiérrez, exabogado de Vladimir Cerrón, con un conjunto de congresistas interesados en los mecanismos de control e impunidad que se les pudiesen ofrecer. También por eso, el señor Gutiérrez, que no debería permanecer ni un minuto más en un cargo al que llegó mediante componendas, se mantuvo callado mientras el Gobierno mataba a más de 50 compatriotas en las protestas sociales de hace un año.
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El Sindicato de Trabajadores de la Defensoría del Pueblo bregó fuertemente para tratar de que se garantizara una elección adecuada de su titular, buscando defender a su institución y el cumplimiento de sus deberes para con los ciudadanos y ciudadanas. Por ello —y porque se atrevió a confrontar a una adjunta del defensor con la frente en alto— el señor Gutiérrez ha llevado a cabo un irregular despido (por decir lo menos) de la secretaria general de este sindicato.
Si queremos tener un atisbo de esperanza de un retorno a la democracia, tenemos que exigir tajantemente la remoción del señor Gutiérrez y defender la Defensoría, esa institución que nos defendió tantas veces, y a la que hoy toca defender.