El historiador Thomas Carlyle dijo que “la historia del mundo no es sino la biografía de grandes hombres”, lo cual es pocas veces tan preciso como con Henry Kissinger, cuya trayectoria controvertida y brillante contribuyó mucho a determinar el mundo de la segunda mitad del siglo XX, con influencia hasta su muerte, anteayer a los cien años.
En su último trimestre publicó ‘Liderazgo’, un testimonio magnífico de seis líderes que conoció; ofrecía asesoría geopolítica desde Kissinger Associates; ofreció una imperdible entrevista de seis horas a The Economist donde expresó su preocupación por la antesala de una tercera guerra mundial; y visitó a Xi Jinping en Shanghái, quien lo recibió con honores y el afecto para quien consideraban al estadounidense que mejor entendió a China, a todos cuyos presidentes trató desde Mao.
Judío, nació en Alemania, y huyó de los nazis hacia Estados Unidos, país por el que peleó en la segunda guerra en Europa, y luego estudió maestría y doctorado en Harvard, donde enseñó por dos décadas hasta que fue a Washington, donde fue el secretario de estado más importante de la historia. Siempre habló inglés con acento alemán.
Escribió 21 libros magníficos. Recibió el premio Nobel de la Paz por su actuación en Vietnam, lo cual fue cuestionado, como varias de sus intervenciones políticas controvertidas —como en Chile— pero siempre decisivas.
Reformuló la diplomacia con un enfoque de real politik hiperrealista que lo llevaba a defender los intereses de Estados Unidos sin interesarle si eso implicaba derribar los valores de su país, como la democracia. Cuando le preguntaron por ello, dijo que “llevo pensando en eso toda mi vida, pero las recomendaciones que di fueron las mejores de las que era capaz entonces”.
Fanático del fútbol que llevó a Pele al Cosmos de Nueva York; del ajedrez que armó la final en la que Bobby Fisher derrotó a Spassky en Reikiavik; y del cine que fue al estreno de El Padrino en el hotel St Regis en Nueva York, Kissinger era un don Juan con pinta de nerd que decía que el poder es el mejor afrodisíaco, que dejaba correr esa fama para que se ocuparan menos de sus movidas políticas, y que pidió que a su velorio, en vez de flores, envíen donaciones a un centro médico de animales.