Piensa un momento, como un pago a la tierra, que no puedes dar tu buena salud por descontada. Los problemas de salud son una lotería, un sorteo. Sin salud no podemos disfrutar la vida plenamente porque es el primer pilar de una existencia digna, completa. El mundo de los enfermos transcurre a otro ritmo, se ralentiza, se detiene, se complica, se compadece.
No solo los que sufren alguna enfermedad son los desasosegados espectadores de cómo el mundo que está allí afuera sigue su curso, implacable, impertérrito, como si nada pasara, también lo son sus entornos. Todo el ecosistema familiar entra en tensión, en pausa, cuando uno de sus miembros tiene la mala fortuna de caer en un problema de salud, sobre todo si este problema es grave.
Trámites, exámenes, pruebas, tratamientos, medicinas, aislamiento, incertidumbre, el miedo a la muerte por parte del paciente, el pavor a la pérdida por parte de los suyos. Un circuito tedioso, indeseable, que transcurre mientras la mayoría sana de la población sigue viviendo insolidaria, como sin con ellos no fuera porque con ellos no es, pues, tienen la suerte de estar sanos, al menos de momento. Ese es el mundo paralelo de los enfermos, marginales temporales a quienes el sistema los obliga a dar un paso al costado mientras intenta curarlos y reinsertarlos a duras penas y hasta atentando contra los derechos humanos si todo el proceso transcurre en el sistema de salud público del Perú, que es un desastre.
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Colas de madrugada, citas imposibles, negligencias. Un mundo sombrío que se padece aún más cuando todo el resto sigue igual, salvo nosotros o los nuestros. El enfermo grave es suspendido del tablero de la rutina, del día a día y la gente lo mira con compasión y el paciente lo nota. Es inevitable, no lo podemos controlar.
Instintivamente ya no percibimos al enfermo grave como un igual, sino como un igual en desventaja. Así sea nuestro propio ser cercano y querido, esa mirada se nos escapa porque estamos del otro lado. Sabemos, tenemos claro, que ese enfermo grave podríamos ser nosotros, que algún día vamos a ser nosotros mismos, pero, mientras no lo seamos, nuestra mirada siempre revelará que hasta la empatía más sentida tiene un límite, salvo que llegue el día tecnológico en que podamos intercambiar, entre los seres humanos, el estar sano por el estar enfermo.