A veces provoca creer aquello de que el peor enemigo de Cusco son los propios cusqueños o, en todo caso, sus autoridades electas y su frondosa burocracia. Todos se jactan de su pasado inca. Reivindican como propio el esplendor del Tawantinsuyo. Hasta inventaron una bandera multicolor como símbolo de su identidad. Pero, en la práctica, son capaces de destruir la propia llaqta de Machu Picchu por unos dólares más.
En Aguas Calientes, por ejemplo, han convertido a los turistas en rehenes que se ven obligados a permanecer en el poblado si quieren visitar la llaqta, previas colas de largas horas. El boletaje virtual funcionaba muy bien hasta que se les ocurrió reclamar un cupo de mil boletos “presenciales”. Ahora que las autoridades culturales anularon este cupo, en Aguas Calientes amenazan con un paro local.
Ni qué decir de la destrucción urbana a la que es sometido el Valle Sagrado de los Incas y los atentados contra el patrimonio cultural en la propia ciudad de Cusco. Basta visitar un fin de semana el Parque Arqueológico de Sacsayhuamán (PAS) para comprobar la invasión de viviendas y locales comerciales que se expanden como una sarna urbana en el espectacular templo inca.
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Por si fuera poco, a un alcalde se le acaba de ocurrir construir una carretera que unirá las partes altas del barrio de San Blas con el ingreso a Sacsayhuamán, lo que significará no solo la destrucción de lo poco que queda del bosque, sino que fomentará la tugurización del propio barrio de San Blas.
Si lo que quieren es facilitar el acceso al PAS, ¿no sería mejor instalar un teleférico o telecabinas como las que permiten el acceso a Kuélap, en Amazonas? La respuesta es un rotundo NO, porque saben que una carretera fomentará el tráfico de tierras, la venta de nuevos lotes y la construcción de más viviendas en el perímetro de Sacsayhuamán.
Lamentablemente, esto es solo un botón del collar de atentados contra el patrimonio cusqueño realizado por sus propias autoridades ante la indiferencia cómplice de la población.