Hay un candidato presidencial argentino —con algunos fans en Perú— que dice que «entre la mafia y el Estado, prefiero a la mafia». Es el más estridente vocero de esa corriente política de moda. Se hacen llamar “libertarios” y defienden un liberalismo “radical”.
Estos charlatanes que lanzan frases polémicas para llamar la atención han construido una falsa dicotomía Estado-mercado que nos tiene atrapados en un debate sin sentido.
El Estado es una institución intrínseca al capitalismo. La sola existencia de la propiedad privada es posible porque hay un Estado —y un ejército de burócratas— que la certifican. ¿Cómo existiría un mercado inmobiliario sin registros públicos? Incluso, tenemos dinero porque el Estado lo imprime, y lo podemos guardar en los bancos porque hay una superintendencia estatal que se dedica a fiscalizarlos.
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No hay mercado y no hay capitalismo sin Estado. Esta falsa contradicción es un discurso político para atraer incautos. Los pseudoliberales saben bien que el Estado no se puede reducir al mínimo sin afectar al propio mercado. Por ello, todos los capitalismos avanzados de América, Europa y Asia tienen Estados mucho más robustos que los latinoamericanos.
Lo que no les gusta a estos “libertarios” es otra cosa: no les gusta un Estado que equilibre la cancha para asegurar igualdad de oportunidades. Por eso no les gusta la educación pública, que busca que todos tengan las mismas herramientas. Por eso no les gusta la salud pública, que busca que todos puedan afrontar una enfermedad. Por eso no les gusta la igualdad de género, que busca superar el machismo estructural para que mujeres y hombres tengan las mismas oportunidades. Por eso no les gustan los ministerios del Ambiente, que buscan garantizar que las empresas no hagan dinero a costa del derecho a un ambiente sano de las demás personas.
Que sean sinceros: lo que les gusta es mantener los privilegios.