Augusto Pinochet como un vampiro es una premisa digna de cine B que aquí en manos del chileno Pablo Larraín (Jackie, Neruda, productor de Distancia de rescate de Claudia Llosa) toma visos de una sátira en tono solemne. Sí, aunque suene contradictorio, El conde –Premio al Mejor Guion en el Festival de Venecia– no se ahoga en su partida risible y nos entrega una cinta memorable.
Envuelta en la preciosa cinematografía en blanco y negro de Ed Lachman –colaborador de Wim Wenders e Ulrich Seidl– aquí tenemos una historia narrada por una voz en off en inglés mientras los textos se recitan en castellano: Augusto Pinochet es un vampiro nacido en el siglo XVIII que huyó de Europa y se instaló en Chile, donde fingió su muerte en 2006 y vive en una granja remota desde entonces.
“Pinochet nunca se enfrentó a la justicia y esa impunidad lo hizo eterno, lo convirtió en vampiro”, explicó Larraín en Venecia y en esa línea pueden entenderse las ideas del filme, con elementos clásicos del género (estacas, sensualidad) envueltas con la influencia católica del país sureño y los lastres del pinochetismo encarnados en los hijos del dictador, vampiros de otra clase –para ellos la inmortalidad del patriarca es un problema porque les priva de su herencia.
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En manos de Larraín, El conde transita caminos surreales y visualmente deliciosos inusuales en un filme vampírico que de “comedia” tiene poco. Noventa por ciento del filme no da risa, pero el filo se siente con las revelaciones del tercer acto, donde además Larraín revela su idea central: Pinochet es de la misma estirpe de otros líderes mundiales. ¿Se ofenderán los espectadores de derecha? Ya se han ofendido. De eso está hecho el cine, de creación. Aquí haría falta filmar El pishtaco Fujimori o El tunche Velasco si así lo desean.