Cada mañana, la voz de mi vecino llega al cuarto piso y quizá a los otros ocho. Sostiene un romance con su mascota, una perra azabache cuyos paseos son públicos cuando la interjección de despedida —“¡Adiós, preciosa!”— se convierte en el buenos días del condominio. Ya antes ha habido bum bum de pelota y tap tap de pisadas. Ya antes cada ventana ha tentado a ojos y pijamas a asomarse.
La vez que yo me animé, ella le exigía el juguete. Él hizo el ademán y lo escondió entre mano y cuello. La preciosa, confundida, no corrió: le reclamó y fue acreedora de carcajada y recompensa. Después, ambos se sentaron y, como protagonistas de una cámara oculta, saltaron de la aventura al drama en segundos: “Debo trabajar”. Al silencio le siguió el “Vamos” y también la rebeldía. El amo, a modo de truco, se apartó y gritó: “¡Adiós, preciosa!”. La dupla se encontró en la esquina. Se fue.
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En la calle y en los departamentos —y sobre todo en las cabezas— permaneció, sin embargo, la alusión al trabajo. Trabajo. Trabajo. Retornar los ojos al horario es una exigencia de la adultez que sabe menos urgente frente a un preámbulo de aquella altura: el tiempo destinado a las mascotas es un recordatorio de que lo urgente y lo importante no siempre coinciden. Fue una lección de Mafalda —es decir, de Quino— que desempolvé luego de la escena.
Bien como nombre de bautizo o bien como piropo, la palabra ‘preciosa’ describe a la compañía perruna. Pero, como la belleza no se aprecia sin contrastes, quienes somos dueños somos también esclavos de un temor: no cubrir con gratitud, y a lo largo de aproximadamente 13 años, el precio del soporte emocional. Por eso, cuando hallamos réplicas de humanos y de perros que juegan en pasajes, las etiquetas se vuelven personales: miraba a mi vecino y a su preciosa, pero también me veía junto a Layla, mi mestiza de 10 años que ha crecido batallando con mi agenda y festejando cada triunfo con siestas a pata suelta. La misma pata que se ampara en mi mano.