Resulta desalentador recibir recurrentes noticias en las que veo escurrirse, ante los ojos de una sociedad resignada, toda noción de Estado de derecho y democracia. El Gobierno de la ley, de las mayorías con el respeto de las minorías, son frases huecas en el Perú de estos días. La destrucción de instituciones a las que se les despoja de su razón de ser avanza, una a una, ante la indignación de los que sabemos ver bien qué es lo que está ocurriendo. Lo único que queda claro es que el contubernio Ejecutivo-Legislativo ha trazado la ruta de irrespeto a los derechos fundamentales, a los contrapesos y límites a ambos poderes políticos, para desgracia de todos. El último episodio, la Defensoría del Pueblo, en manos hoy del abogado personal de Vladimir Cerrón, elegido con los votos de los congresistas de Keiko Fujimori, grafica bien la captura del poder por intereses, ya ni siquiera ideológicos, sino puramente autoritarios y mercantilistas.
Estoy lejos de Lima, en la V Bienal de Novela Mario Vargas Llosa que organiza la cátedra que lleva su nombre y la Universidad de Guadalajara con notable capacidad logística (enorme mérito de Raúl Tola y sus muchos generosos aliados locales) y entusiasmo de los universitarios asistentes. “Literatura para tiempos recios” es el lema que nos convoca y recuerda la función de la palabra para hacernos libres en nuestros peores momentos. Me tocó presentar y conversar con los seis escritores finalistas, con notables novelas. Juan Tallón, Obra maestra; Brenda Navarro, Ceniza en la boca; Héctor Abad, Salvo mi corazón, todo esta bien; Cristina Rivera Garza, El invencible verano de Liliana; Piedad Bonnett, Qué hacer con estos pedazos; y David Toscana, El peso de vivir en la tierra. Este domingo se conocerá al ganador, aunque el jurado tiene un trabajo endemoniado. Son tan buenas, que es doloroso escoger solo una.
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Las novelas nos permiten explorar la condición humana y, a veces, la propia, colocando un espejo de vidas alternas que puedes vivir o compartir si es que la ficción, la bien trabajada, triunfa sobre la realidad. No hay literatura sin libertad, se ha repetido en estos días, y no hay libertad política si esta no puede ser encauzada dentro de la forma democrática de Gobierno. Los totalitarismos, de cualquier extremo, amenazan la libertad de crear, difundir y acceder a la literatura y, por tanto, son una amenaza real que no ha desaparecido del mundo pese a tanta guerra y tanto sufrimiento pasado. La guerra de la desinformación, que es tan peruana como universal, nos aleja de la libertad de acceder a la verdad, otro de los males de estos tiempos recios.
¿Puede la literatura salvar el alma de un pueblo? A veces lo ha hecho. Pero hay pocas esperanzas. Grandes populismos y Gobiernos autoritarios están destruyendo la vocación por la libertad que nos convoca cíclicamente. Escuchaba a los interlocutores de estas mesas tratar con solvencia estas preocupaciones y no podía dejar de pensar en mi pobre país, nuevamente golpeado por el mercantilismo y el autoritarismo que encandila por un lado y carcome por otro.
Entre ser testigo del reparto y rapiña de las migajas de un poder precario y vivir en las vidas de ficción de estas novelas, la tentación es enorme. La mediocridad política, lo absurdo de sus discursos de cancelación e intolerancia para justificar el beneficio personal te hacen inclinarte por no salirte de este mundo organizado y racional que es una novela. El disfrute de leer ficciones donde todo es posible, pero donde todo debe ser resuelto, es mucho más grato que tratar de adivinar cuál ficción nos impondrá este Gobierno para negar los cadáveres de 49 peruanos, asesinados por proyectil de arma de fuego de las fuerzas del orden entre diciembre y febrero, cuya memoria reclama verdad, justicia y reparación. Uno de los episodios de represión estatal, cuantitativamente, más letales del mundo que se pretende minimizar todos los días mientras que los que reclamamos por la vida somos brutalmente perseguidos por hordas extremistas fascistas en nuestras propias casas.
Pese a todo, la realidad nos llama. Volver a Lima a denunciar nuestras miserias y nuestra barbarie, como bien la ha llamado esta semana Alberto Vergara, es tarea obligada. Estos respiros de aire fresco, de civilización, de libertad y de felicidad de gozar de un buen libro hay que tomarlos como esas pequeñas pausas, esos pasitos que se dan para alejarse y ver bien un cuadro, que por tenerlo tan cerca, no se aprecia en su integridad. No queda sino agradecer, como tantas veces, a Mario Vargas Llosa por el pequeño milagro de parar y mirar, desde lejos, lo que no dejará de agobiarnos y recordar que un mundo libre, un mundo democrático, sí es posible para el Perú. La tarea es enorme, pero la esperanza regresa fortalecida.