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Opinión

Hemingway y el Gabo, por Eloy Jáuregui

Todos tenemos nuestros héroes literarios, aquellos cuyas publicaciones seguimos y cuya estampa anhelamos conocer para preguntarle algo que nos permita acercarnos a ese mundo extraordinario que nos mostraron.

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ELOY

Hay piezas periodísticas que uno guarda entrañablemente. Este es el caso del texto “Mi Hemingway personal”, un encuentro de Gabriel García Márquez con “El viejo Pa” en París.

Escribe Gabo que lo reconoció de pronto, paseando con su esposa, Mary Welsh, por el bulevar de Saint Michel, en París, un día de la lluviosa primavera de 1957. Que caminaba por la acera opuesta y llevaba unos pantalones de vaquero muy usados, una camisa de cuadros escoceses y una gorra de pelotero que le daban un aire de abuelo prematuro. Que había cumplido 59 años, y era enorme y demasiado visible, pero no daba la impresión de fortaleza brutal, que sin duda él hubiera deseado, porque tenía las caderas estrechas y las piernas un poco escuálidas sobre sus bastos. Que parecía tan vivo entre los puestos de libros usados y el torrente juvenil de La Sorbona que era imposible imaginarse que le faltaban apenas cuatro años para morir.

Entonces se encontró dividido entre mis dos oficios rivales. No sabía si hacerle una entrevista de prensa o solo atravesar la avenida para expresarle su admiración sin reservas. “Para ambos propósitos, sin embargo, había el mismo inconveniente grande: yo hablaba desde entonces el mismo inglés rudimentario que seguí hablando siempre, y no estaba muy seguro de su español de torero. De modo que no hice ninguna de las dos cosas que hubieran podido estropear aquel instante, si no que me puse las manos en bocina, como Tarzán en la selva, y grité de una acera a la otra: ‘Maeeeestro’. Hemingway comprendió que no podía haber otro maestro entre la muchedumbre de estudiantes, y se volvió con la mano en alto, y me gritó en castellano con una voz un tanto pueril: “‘Adióóós, amigo’. Fue la única vez que lo vi”.

Gabo era entonces un periodista de 28 años, pero estaba varado y sin rumbo en París. Sus dos maestros mayores eran los dos novelistas norteamericanos que parecían tener menos cosas en común. Uno era William Faulkner, el otro aquel hombre efímero que acababa de decirle adiós desde la otra acera y que le había dejado la impresión de que algo había ocurrido en su vida, y que había ocurrido para siempre.

Todos tenemos nuestros héroes literarios, aquellos cuyas publicaciones seguimos y cuya estampa anhelamos conocer para preguntarle algo que nos permita acercarnos a ese mundo extraordinario que nos mostraron. Para García Márquez ese alguien era Hemingway: inolvidable y maestro.

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