Dentro de toda sociedad, hay marginalidades que son muy claras por lo grotescas y que por lo general se padecen bajo el racismo, la discriminación religiosa, la homofobia, la desigualdad, la falta de infraestructura urbana para personas con algún tipo de discapacidad.
Hay marginales dolorosamente claros, como si tuviesen un cartel en la frente: los locos, los pobres extremos, los y las transexuales, entre muchas otras marginalidades. No obstante, hay otro tipo de marginalidades que yo las llamo “marginalidades invisibles”, refiriéndome con ello a aquellas discriminaciones tan delicadas, tan sutiles, a veces involuntarias, que casi ni se notan porque, quienes las padecen, no calzan con los esquemas tradicionales ni con los prejuicios de marginación.
Quiero decir que, en algún punto de la vida, uno va a terminar siendo un marginal aunque no lo note o traten de no hacérselo notar. Un niño obeso puede ser un marginal en un salón de clases, un hijo de padres divorciados puede ser un marginal en una familia repleta de matrimonios aparentemente bien constituidos, un hijo del medio puede ser un marginal, una mujer mayor que no es madre puede ser una marginal en ciertos grupos, un niño o una niña huérfana puede ser marginal frente a los niños y niñas con papá y mamá, un niño o niña, hijo único de madre y padre, puede ser un marginal frente a sus medio hermanos que son, entre sí, hermanos completos.
En estos casos, la persona sufre una “marginalidad invisible”, en el contexto en el que desarrolla su vida como minoría, como distinta. Sabe que algo pasa, sabe que hay algo con lo que no encaja y, si la mente no es sólida y no aprovecha sus fortalezas, puede influir decisivamente a lo largo de toda su existencia. Pónganse a pensar ustedes mismos, en qué aspecto, cómo y cuándo se han sentido como un marginal, estoy seguro que algo encontrarán. Pues bien, una de estas “marginalidades invisibles”, sin duda, es ser un hijo o una hija de padres adoptados.
De esta marginalidad trata el libro La hermana del medio de Fabiola Hablutzel, que tuve el honor de presentar ayer. Una historia épica, de aceptación, de búsqueda de orígenes, de identidad, de diferenciar y armonizar la biología con los sentimientos, con los afectos, con el amor, con las familias. Un buen día, la autora, a los 50 años, se enteró de que era adoptada, de que sus sospechas escondidas eran ciertas. Un buen día, su madre adoptiva, cuando se suponía que ya no recordaría por el alzheimer, liberó la verdad.