Mientras el país experimenta una relativa normalización dentro de una situación que sigue anormal y, por ratos, caótica, es buena señal que el gobierno se tome un tiempo, como ayer, para dar cuenta al país de su avance por sector.
Algunas señales de esa normalización son la reducción de la intensidad de la protesta —aunque ayer se produjo la muerte lamentable de otro ciudadano en Apurímac—, lo que está permitiendo el reinicio de algunos eventos que hace un mes hubieran sido impensables, como los partidos del campeonato de fútbol con asistencia de espectadores o el concierto de Romeo Santos en el estadio nacional.
En ese contexto, es positivo retomar la costumbre de informes regulares del gobierno al país, a través de la presidenta Dina Boluarte y los integrantes del consejo de ministros presidido por Alberto Otárola.
Eso no ocurrió durante la presidencia de Pedro Castillo, salvo con esos espectáculos grotescos mal llamados ‘consejos de ministros descentralizados’ en los que no se informaba nada —pues nada se hacía— y donde se recogían demandas ciudadanas que se aceptaban sin evaluar su viabilidad, lo que explica parte de la protesta actual.
Tampoco ocurrían informes de avance sectorial pues, con pocas excepciones, los ministros de Castillo ignoraban los temas de sus carteras y se dedicaban a la politiquería barata.
Los ministros de Boluarte, en cambio, son gente que conoce sus sectores, pero les falta manejo político. Lo cual ofrece un panorama en el que se percibe a titulares de cartera prácticamente paralizados por la turbulencia política, lo que, a su vez, se refleja en que la lista de avances sectoriales mostrada ayer por el gabinete es muy escuálida.
La turbulencia actual sin duda oscurece la perspectiva y atención para ocuparse de asuntos no vinculados a la crisis política, pero también es cierto que puede abrir ventanas de oportunidad y espacios para que los ministerios sectoriales avancen en la implementación de políticas públicas que estaban olvidadas desde hace tiempo.
Los ministros debieran ir cada día a trabajar como si fuera el último, poner fierro a fondo, pese a la marejada política, porque la función debe continuar.