Por: Eduardo Villanueva
Es posible que un cartucho de gas lacrimógeno produzca un incendio. Es posible que haya vándalos infiltrados entre los manifestantes, provocando a la policía, para lograr represión más agresiva. Es posible que algunos de los fallecidos en las protestas sean víctimas de provocadores.
El problema es que es imposible confiar en el Estado peruano para saber si así fue. Si la represión es agresiva, si ante todo la respuesta es gasear indiscriminadamente, si la primera justificación es el terrorismo, la credibilidad del Estado, desde la persona que yace en el cargo de presidenta —Dina Boluarte no ejerce la presidencia, la actúa: hace cosplay presidencial— la inevitable consecuencia es más indignación y más agresividad en las protestas.
De ahí, las teorías conspirativas son casi automáticas. Basta una voz para que algo sea verdad, si se está de acuerdo con lo que ella dice; por el contrario, decir que es meramente una infiltrada o alguien pagada por los terroristas es la respuesta de los que apoyan por miedo, convicción o conveniencia a un gobierno enclenque, sin rumbo y sin ideas.
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En situaciones extremas se produce niebla de guerra, una idea que tiene casi 200 años, y que básicamente sostiene que cuando hay conflictos activos, las partes no saben realmente todo lo que está sucediendo ni a quién atribuírselo. Pero, si una parte tiene los recursos para ejercer violencia, su obligación moral es no dejarse llevar por esa niebla de guerra, ni asumir la explicación más conspirativa. La sociedad civil debería primero exigir el respeto al Estado de derecho en vez de agigantar prejuicios, no importa desde qué lado.
Pero no. Ni la policía está actuando bajo la premisa de reprimir lo menos posible para evitar el daño innecesario, ni la sociedad civil está asumiendo que la prioridad es la protección por igual de todos, no la explicación más confortable, más afín a nuestros prejuicios.
Esto debería causar una revisión profunda de la situación, que permita entender qué falló y por qué. Las tomas de aeropuertos, por ejemplo, han sido reprimidas con particular violencia, lo que hace pensar que la policía no contaba ni con el entrenamiento ni con los medios técnicos para contenerlas. Entender por qué pasó eso sería crítico para preparar mejor la respuesta para la próxima vez, que habrá.
Tal revisión no puede provenir de la misma policía, del mismo Estado. Alguien en quien podamos confiar todos, así no sea peruano, debería hacerse cargo de explicar qué pasó, usando toda la evidencia posible. Entender para aprender y así no volver a hacer lo que se ha hecho, con el horrendo costo humano. Es lo único que serviría para comenzar a reconstruir la confianza ciudadana en el Estado.