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Opinión

La larga sombra de Gorbachov, por Ramiro Escobar

“Es más: Gorbachov incluso habría propuesto la creación de una entidad de seguridad europea que incluyera a la URSS. Nada de eso ocurrió”.

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“Es más: Gorbachov incluso habría propuesto la creación de una entidad de seguridad europea que incluyera a la URSS. Nada de eso ocurrió”.

Por: Ramiro Escobar, profesor UARM

A Mijaíl Gorbachov –el legendario líder de la extinta URSS, el hombre capaz de sacudir el paquidérmico aparato estatal de su país, el comunista de partido dispuesto a hablar de derechos humanos sin sonrojarse–, no habría que recordarlo solo por lo que hizo cuando dirigía a la otrora potencia mundial. Habría que recordarlo también por su presencia hoy.

Ahora, cuando los tambores de guerra y misiles siguen sonando en el territorio ucraniano, y cuando los líderes occidentales lamentan contritamente su partida, resulta necesario imaginar qué hubiera pasado si, al fin, en algo le hubieran hecho caso al último presidente soviético. No solo ellos, sino el propio Vladimir Putin.

En febrero de 1990, como ha precisado la historiadora norteamericana Mary Elise Sarott, Gorbachov se reunió con el ex secretario de Estado de EE .UU. James Baker. En esta conversación, el tema candente era qué iba a pasar con la OTAN, en vista de que el Pacto de Varsovia estaba en proceso de penosa, inminente e inevitable disolución.

Nunca hubo un documento escrito, pero el mismo exlíder soviético confirmó años después que el acuerdo verbal consistió en que el organismo de seguridad atlántico no se extienda hacia Europa del Este (a países prosoviéticos). Solo aceptó que la Alemania unificada, tras la caída del Muro de Berlín en 1989, se integrara a este.

Es más: Gorbachov incluso habría propuesto la creación de una entidad de seguridad europea que incluyera a la URSS. Nada de eso ocurrió, como hoy sabemos a costa de los miles de muertos –ucranianos y rusos– provocados por la invasión que el Kremlin promovió desde febrero de este año. Que la OTAN ampliada trata de contener.

Tampoco ha ocurrido que Putin, con quien Gorbachov tuvo una relación tirante (el presidente ruso no asistió a su funeral), tomó el legado de la perestroika y el glasnost aun cuando la URSS ya no existía. El hombre fuerte de antaño, como el de hoy, no quería que esa enorme federación política desapareciera del mapa mundial.

Pero había una sustancial diferencia: la gran lucha del último líder soviético siempre fue, principalmente, contra el autoritarismo, contra el aire estalinista que nunca dejó de flotar sobre Rusia. Contra el miedo, como dejó entrever en unas declaraciones hechas cuando Putin ya estaba en el poder. Contra la negativa a asumir la democracia como tal.

Gorbachov no dejaba de tener aires imperiales. Tan es así que estuvo de acuerdo con la anexión rusa de Crimea consumada en el 2015. Pero, su otra cara, la de un demócrata al menos germinal que emergió de un sistema aplastante, le llevó también a mostrar sus simpatías por Alekséi Navalni, el opositor ruso que hoy se consume en prisión.

Sin duda, una evaluación histórica puede determinar que fracasó en su intento de democratizar la URSS, que naufragó en su afán de salvar el enorme barco y eso aproximó a la gran potencia a la debacle económica y la incertidumbre. Lo que difícilmente se puede cuestionar es su talante más dispuesto al diálogo y la distensión.

Por eso, recientemente lamentó lo ocurrido en Ucrania, tal vez evocando esa promesa fallida de la OTAN que jamás se cumplió. Y los arrebatos guerreristas de Putin en su intento de recuperar un liderazgo mundial que él quiso alcanzar con otros modos y modales. Quizás también lamentó despedirse de un mundo tan cruel y desatado.

Por todo esto, recordar a Gorbachov hoy requeriría cierta humildad, tanto de las potencias occidentales como de Rusia. Porque mientras se sueltan palabras de alabanza y se reconoce su calidad de estadista, ambos están haciendo lo que justamente él trató de evitar: un tiempo donde los discursos nucleares y la intolerancia recobraran oxígeno.