No sigo el fútbol en un país que se desvive por esa pasión. No lo sigo, pero lo comprendo. Aunque me cuestan sus sufrimientos, acompaño sus alegrías. Entiendo todas sus metáforas, su narrativa y su uso político, que no ha sido poco. No decimos nunca “selección de futbol”, decimos “el Perú” juega. Nosotros. La suma de lo que somos.
El partido del lunes en el que la selección peruana de fútbol se enfrenta a la selección australiana de fútbol no es uno más. Es el todo o nada. En 90 minutos se define quién va al mundial. No se necesita ser un entusiasta para saber que el patriotismo está desbordado en un país donde todo parece caminar para peor: la economía, la política, el agro y la crisis alimentaria (un eufemismo para decir hambre de los más pobres). No se salva ni la educación, ni la salud pospandémica, ni el empleo sin inversión privada, ni la inseguridad.
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Nada de lo básico para vivir está en camino de mejorar. Por el contrario, la corrupción política ahoga al Ejecutivo y arrasa con el presidente mientras que la impunidad y el encubrimiento se hace bandera en un Congreso que medra de venganzas, cálculos e intereses particulares. “Hace meses que escribimos la misma columna”, nos quejamos varios columnistas. Los detalles son coloridos y cambian, pero el fondo es el mismo. La política peruana es opaca, no deja ver nada de sus enjuagues, pero esa oscuridad es tan precaria que iluminar algunos trozos de esta no cuesta mucho y el resultado es un asco. También es oportunista, ¿tiene sentido declarar el lunes feriado para el sector público por un partido de dos horas? No lo tiene, pero el país necesita desesperadamente ser feliz y en esa lectura el Gobierno no se equivoca.
Un juego peligroso desde el poder es el de apostar la felicidad de su pueblo al mero azar. Pero a Castillo no le queda nada más que ofrecer. Si Perú pierde (no lo deseo), el humor nacional solo empeorará. Hace unos años, cuando dirigía y conducía un programa político a las 11 p.m. en televisión abierta la consigna era esta: si gana Perú, abrimos con los goles y microondas de las celebraciones. ¿Y si pierde? No se habla del tema. Punto. El pueblo anda molesto sin saber por qué.
La molestia crece cada día con las estrecheces y carencias de lo cotidiano en situación de crisis y con la suma de escándalos que el Gobierno y el Congreso suman. En el lado presidencial, una organización criminal en el MTC por la cual el mismo Castillo está investigado junto con su sobrino, su secretario y su ministro de larga duración prófugos. En el lado parlamentario, blindar a los hermanitos y a Merino y tirarse la reforma universitaria son, entre otros, sus más destacados logros. ¿Alcanza para incendiar la pradera? ¿Los anestesiados regresarán del estado de negación o se sumergirán en pozos más profundos? ¿Cuándo se van todos? ¿Cuándo aceptan que tienen que hacer reformas sin trucos para luego irse presidente y Congreso y volver a empezar?
Si gana Perú, la euforia durará meses. Se calcula que el PBI puede subir 1% solo por consumo interno. Tarea de las ciencias sociales explicar el fenómeno de la felicidad contagiosa y su impacto en el optimismo económico, la inversión y el gasto. Ese triunfo anhelado pero sorprendente, ese último minuto de todo o nada, ¿no es la esencia de la peruanidad? Cuando todo parece hundirse, cuando todo esté perdido, ¿no hay algo o alguien que salva el día?
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Pero ¿le alcanzará a Castillo y al Congreso la alegría del triunfo? Lo dudo mucho. Una temporada de alegría solo se vería reforzada con la partida de todos. Un salvadidas alcanza para flotar un rato, no para salvar el naufragio. Y si se les ocurre colgarse del triunfo peruano para cosechar aplausos ajenos, que se preparen para la ira de los hinchas, que es como la ira de mil demonios juntos. Tal vez, eso sí descongele a todas las calles del país.
Por eso, en todas las canchas, ¡A ganar y Arriba, Perú!
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