La intensa explosión producida en el volcán Hunga Tonga-Hunga Ha′apai, el pasado 15 de enero, ha activado al menos dos actitudes en la actual comunidad humana: un susto global y una cierta consciencia de que hay numerosas sociedades escasamente preparadas para eventos como este. Es decir, países vulnerables, desprevenidos, con una pálida gestión del riesgo.
Incluyendo al propio Estado insular de Tonga y, como se ha visto, a nuestro propio país. De manera increíble, fuimos los primeros en registrar víctimas en el mundo (las dos señoras ahogadas en la playa Naylamp en Lambayeque), y ahora estamos en la cresta de la noticia por padecer un desastre ambiental causado, precisamente, por no detectar la fuerza de olas reales.
Que no hayamos declarado la alerta de tsunami, como sí se hizo en Ecuador y Chile, revela algo que es urgente reconocer: no tenemos un afinado sistema de prevención, carecemos de una estrategia de comunicación eficaz para alertar sobre la inminencia de un evento de este calado. Se nos pasan las olas, como se nos pasan otras varias cosas en la administración pública.
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Más allá de la autoflagelación social, o el tsunami de críticas contra las autoridades que ahora corre por la red digital, es indispensable dar un golpe de timón en estas aguas. No solo porque se deteriora nuestra imagen; también porque se revela nuestra vulnerabilidad en términos sociales, económicos, políticos. No podemos aspirar a las grandes ligas globales en tales condiciones.
Hace años que en el escenario mundial la prevención de desastres es un tema fundamental. Lo saben los organismos que manejan la cooperación internacional en este tema; lo saben también el Ministerio del Ambiente o la Marina de Guerra del Perú (que falló asombrosamente al no lanzar la alerta de tsunami y alimentó así la desidia de REPSOL). Lo saben, pero no se nota mucho.
Es en este escenario dramático donde se ponía en juego nuestra capacidad de responder. Pero resultó evidente –y el avance de la mancha perniciosa que aún se desplaza por el litoral lo demuestra clamorosamente– que nuestro sistema de prevención se ha comportado como nuestro sistema de salud pública ante la pandemia: vino una ola inesperada e hicimos literalmente agua.
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Agua contaminada con petróleo, en este caso, como ha ocurrido numerosas veces en la Amazonía y también en el litoral norteño. La preciosa y dispendiosa biodiversidad de la que gozamos –en el mar, en las sierras, en las selvas– ha sido golpeada varias veces por incidentes de este oleoso tipo en los últimos años. Especialmente en la selva, que queda tan lejos de Lima…
La ONU, la CEPAL y otros organismos internacionales hace ya tiempo han precisado que ante los “peligros naturales” (un tsunami, por ejemplo) son las sociedades vulnerables las que más sufren. El desastre es social, no natural. Este derrame de petróleo no es de gigantescas dimensiones, pero las cerca de 800 toneladas vertidas al mar hacen patente nuestra debilidad.
En materia de desastres, el tamaño importa sí; pero importa también qué tan preparado se está para aguantar el golpe. El desastre provocado por el buque Exxon Valdez en 1989, en Alaska, vertió al mar 42000 toneladas de crudo y provocó una catástrofe cuyos efectos aún se sienten. Nuestro derrame es más pequeño; solo que también es enano nuestro sistema de prevención.
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Otro asunto urgente a debatir es si el mundo necesita insistir en el uso de energías no renovables. Desde la década del 60, según la compañía Markleen, ha habido al menos 130 desastres petroleros, incluyendo los de la Guerra del Golfo. Si no fuéramos tan obsesivos con el combustible fósil, la incidencia sería menor y acaso asfixiaríamos menos el clima del planeta.