
La frase que titula esta nota es del poeta Paul Eluard. Entendía ese deseo como la pulsión primaria de la creación poética. El afán de ser perdurable, inmortal, como les dicen a los integrantes de la Academia Francesa, a la que acaba de incorporarse Mario Vargas Llosa.
El sábado 18, por ejemplo, Luis Hernández habría cumplido 80 años. Las manifestaciones innumerables del cariño de sus fans en las redes no dejan lugar a dudas de lo bien que lo ha acogido la posteridad. Lo propio ha sucedido con Julio Ramón Ribeyro. Ambos ajenos a lo que Patricia Highsmith denosta: “No hay peor vulgaridad que tratar de ser distinguido” (citada por Enrique Serna en Letras Libres).
No obstante, el deseo al que aludo aquí no es el de la pretensión literaria, sino al de las personas comunes y corrientes, peruanas para mayor precisión.
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Este fin de año nos encuentra atrapados en una sensación de encierro y masiva desmoralización. La pandemia de COVID y su más reciente embajador, la contagiosa variante ómicron, nos tiene asustados y agotados. No obstante, por momentos la enfermedad parece el mal menor ante el desempeño de nuestra clase política.
Todos esperamos con angustia tanto la tercera ola, como los ataques a nuestra democracia perpetrados mientras intentamos celebrar la vida en estas tristes fiestas.
La militante mediocridad de los poderes Legislativo y Ejecutivo impide la más mínima esperanza. Por el contrario, la única agenda que parece generar consensos es el fomento de la informalidad. Ya sea la educación o el transporte, los padres y madres de la patria deponen sus odios y rivalidades cuando se trata de favorecer universidades estafadoras, maestros sin meritocracia, transporte inhumano y caótico, minería ilegal, tribunos constitucionales con prontuario, y un corrupto y deprimente etcétera.
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Los demás estamos tan atareados con la supervivencia, que no tenemos fuerzas para salir a protestar contra esta arremetida a nuestra frágil democracia. Peor aún, estos atropellos suelen perpetrarse en nombre del pueblo; el significante más abusado del que se tenga memoria.
En algún momento, como ocurrió con el delirio de Merino, el duro deseo de durar nos llevará en masa a las calles. Y cuando eso ocurra, la palabra pueblo se liberará de sus carceleros. Entonces llegará la hora de pedirles cuentas y recordarles quién manda: la ciudadanía y no los ridículos caudillos que nos gobiernan.

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