Suelo no inmiscuirme en la fe ajena porque discutir sobre creencias no tiene mayor sentido. La fe es un acto movido por la voluntad y la libertad, en donde se elige creer o no creer. A veces, la fe va alumbrada por la razón (los católicos sostenemos eso), pero la fe en sí misma no es más que la confianza; la fidelidad en lo que se elige creer. No necesita evidencia, ni hechos, ni pruebas. Una fe “que mueve montañas” no es más que esa entrega plena y total dentro de una experiencia espiritual. Es decir, como recriminaba Cristo a San Tomás, no se requiere ver para creer. Por ello la fe de cada culto solo puede ser concebida dentro de la libre conciencia y voluntad individual, jamás impuesta.
Sin embargo, en el periodismo, en la política o en la ciencia, la fe no basta. Se requiere hechos, pruebas, evidencias para sostener nuestras ideas y construir la veracidad de un relato. Por ejemplo, una encuesta de opinión pública se construye sobre el diseño de una muestra, la aplicación de cientos de entrevistas, la supervisión del trabajo y finalmente su conclusión. La ciencia que nos permite utilizar esta metodología es la estadística, la que construye verdades sobre márgenes de error. El problema se presenta cuando una persona dice “yo no creo (o sí creo) en las encuestas” porque no apela a la ciencia, apela a la fe. Es decir, no discute la evidencia (el diseño muestral, la supervisión, etc.), sino que pone su fe como medida. En esos términos, toda discusión es estéril. El creyente no quiere razones, quiere la validación de su fe.
Los casos del dióxido de cloro, de la ivermectina o de la vacuna peruana durante esta pandemia tienen el mismo patrón, pero con mayores urgencias. Necesitamos desesperadamente “creer” que hay una cura a un mal que nos agobia. Mientras más grave es el mal y mayor el miedo, más profunda es la fe. Nos aferramos a las creencias porque nos calman, aunque sea transitoriamente. Por supuesto, hay los que de buena fe son creyentes y hay los charlatanes aprovechados. No es fácil distinguirlos.
El cuento del fraude electoral se instala con comodidad sobre el mismo patrón de conducta. La presidencia de Pedro Castillo es aterradora en muchos sentidos (su plan económico no tiene la claridad que debería a estas alturas y los afanes autoritarios de Vladimir Cerrón no tienen sosiego) y los votantes de Fujimori tienen todo el derecho a ver un futuro lleno de riesgo e incertidumbre. Pero no hay una sola prueba de un fraude. ¿Dónde están los supuestos suplantados entre los miembros de mesa? No hay uno. Más bien, personas indignadas por el uso de sus nombres e impugnación a su trabajo honesto. A estas alturas, al menos hay dos denunciando a Fuerza Popular por difamación.
Todos los plazos para pedir nulidad vencieron el 9 de julio y ninguna misión de observación encuentra evidencia de fraude, pero insisten con pedidos estrafalarios para el derecho electoral, pero que suenan bonito en los oídos de los creyentes que buscan validar una cura milagrosa. Un día es la lista de electores, mesa por mesa. Al otro, una auditoría de la OEA. O una carta o una marcha de militares en retiro. Para “neutralizar” la buena estadística producen la propia, pero luego hay disculpas. En la desesperación, renuncia de un miembro del JNE. Sobre la base de meras creencias, insultan, difaman, hostilizan, pero no pueden producir evidencia. Pedro Castillo ganó las elecciones porque tuvo más votos. No es un asunto de fe, es un asunto de matemáticas. Sumó más.
Entre los creyentes hay de los que ya están, transitando el duelo, de camino a casa. Aquí los espero. Pero hay los que, con la fe del converso, están en una cruzada que lo justifica todo, incluido un golpe de Estado. No creo que prevalezcan. Pero los peores son los que medran de todo esto sabiendo que han perdido. Falsos profetas dirigen un culto para juntar el diezmo mientras que, tarde o temprano, la farsa se acabará.
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