Un agudo meme ha circulado ampliamente por las redes sociales: “No queremos volver a la normalidad, porque la normalidad es el problema”. La “normalidad” interrumpida por la pandemia es, en buena medida, una de las causas de la aparición del COVID-19 y de la forma cómo esta ha impactado tan profunda y repentinamente sobre toda la humanidad, en un fenómeno planetario sin parangón en toda la historia.
Una serie de acciones ejecutadas durante las últimas décadas son una causa directa de la plaga. Ya los biólogos y ecologistas más responsables habían advertido décadas atrás que la continua reducción del hábitat de las especies silvestres acercaba cada vez más a los animales salvajes y a los seres humanos, abriendo la posibilidad de que virus residentes en otras especies pudieran desarrollar las mutaciones que les permitieran salir de su nicho ecológico y colonizar el cuerpo humano. Grandes corporaciones destruyeron centenares de miles de hectáreas de selva para convertirlas en plantaciones de palma aceitera y otros cultivos industriales, los traficantes de madera deforestaron otro tanto, y tanto más hizo la minería ilegal. Este proceso continúa con el padrinazgo de personajes como Bolsonaro, lo que debe depararnos nuevas pandemias, así que sea controlada.
El COVID-19 aparentemente habitaba en los murciélagos y en determinado momento saltó a un individuo de la especie humana, infectando con una gran velocidad a la especie, gracias a una estrategia verdaderamente diabólica: así que penetra en el cuerpo de un humano no genera síntomas durante los primeros días y en ese período se concentra en colonizar las vías respiratorias superiores de la persona infectada, es decir, la garganta y la nariz, y desde allí se transmite con mucha facilidad a una gran cantidad de personas, a través de los estornudos, la tos y el habla, especialmente los gritos. Se estima que en un día el virus puede replicarse 100 mil veces, lo cual puede ayudar a entender cómo, en apenas cuatro meses, ha obligado a recluirse en cuarentena a unos 4,000 millones de seres humanos, deteniéndolo todo.
Hasta aquí el problema es la intervención humana destructora de la Naturaleza, guiada por el insaciable apetito de utilidades exaltado por el neoliberalismo. Pero hay otras dimensiones igualmente o aún más destructivas, como la ruptura de los lazos de solidaridad que en los años 80 crearon un denso tejido social que permitió, por ejemplo, gracias a programas de gestión popular, como los comités de madres, los comedores populares, el proyecto vaso de leche, que pudiera afrontarse el cholocausto (Sofocleto dixit) del primer gobierno de Alan García sin que la gente muriera de hambre en las calles.
Con el discurso de la “competitividad” el neoliberalismo exaltó el egoísmo como una virtud, el todos contra todos, ver al vecino no como un compañero sino como un rival, ser un “triunfador”, pisoteando al resto. Cualquier cosa, menos ser un loser.
Por fortuna los seres humanos tienen una profunda reserva de integridad moral, altruismo, empatía y dignidad. Es lo que nos muestran ahora los médicos y el personal de salud, los soldados y policías, el personal de limpieza, arriesgando sus vidas día a día para protegernos, imponiendo la solidaridad sobre el cálculo egoísta.
Hay quienes trabajan arduamente desde el Gobierno, las grandes empresas, varios medios de comunicación y la elaboración académica con el propósito de devolvernos a la “normalidad” que nos ha traído a la situación presente. Imprimir otro curso a la historia requerirá de arduas luchas. De nosotros depende.