En estos domingos de inamovilidad absoluta, el silencio en los barrios clasemedieros nos regala indiscreción: conversaciones por teléfono de los vecinos, ruidos de cocina y llantos de niños. Pataletas, más bien, y abriéndose paso, una madre que grita exasperada ante esos berrinches. Quizá teletrabajó toda la semana, o no, pero en el fondo de su corazón, está anhelando una niñera que se haga cargo.
“Quién no ha tenido un ama negra” suspiró con nostalgia el anfitrión de esa pequeña cena. Enseguida se dio cuenta de lo desatinado de su comentario y quiso remediarlo contando cómo años atrás, las mujeres de la sierra no eran niñeras pues tenían fama de sucias y descuidadas; lo empeoró. Esta historia tiene algún tiempo. Y el nostálgico, si viviera, tendría casi cien años. Pero la anécdota quedó guardada. Junto con las fotografías del Archivo Courret, donde aparecen las amas negras con blanquísimos niños de las élites peruanas, a fines del siglo XIX.
En ese tiempo, detalla la socióloga Patricia Oliart en su estudio sobre estereotipos sexuales, negras y mulatas se hacían cargo de los niños, los amamantaban y alimentaban, y los engreían dándoles sobrenombres infantiles que duraban toda la vida; observadores extranjeros las responsabilizaban del carácter débil e inmaduro de los limeños. Las indígenas en Lima, en tanto, eran apartadas de la vida familiar por su poca higiene. Hasta que, en la segunda mitad del siglo pasado, las migraciones hacia la capital trajeron mujeres que se enrolaron en el trabajo doméstico.
Las jóvenes de la sierra, sin dejar de ser unas “indias sucias”, fueron la mano que tiende camas y acomoda almohadas, limpia baños y cocina alimentos; y también pasea en los parques con los bebés, juega con ellos. Está presente en los espacios y detalles más íntimos de una familia; conoce sus secretos y los de los allegados. Pero come en la cocina y duerme en cuartos que parecen clósets. Está simultáneamente adentro y afuera del nosotros. Es una discriminación tan naturalizada que no genera alertas si, en las playas del sur, se veta su ingreso al mar a las mismas horas que sus patrones, ni que esté prohibida de ducharse en las instalaciones del club.
El cercenamiento simbólico que esta segregación supone, sin embargo, es mayor que la separación física pues troquela desprecio hacia el otro diferente. Este cúmulo de tensiones y ambigüedades, se acentúa en los niños criados por amas. La psicóloga Paula Escribens publicó recientemente un estudio sobre ese vínculo y la distorsionada manera como se ensambla el afecto y la dependencia hacia ellas, con la discriminación y el racismo que se expresa en casa en esta relación .
El trabajo doméstico remunerado en el país sintetiza varias formas de violencia simbólica sugiere Escribens: mujeres, de un grupo étnico subalterno, realizando un trabajo devaluado. Los niños, que suelen pasar más tiempo con sus niñeras que con sus propios padres, desarrollan un fuerte lazo afectivo con ellas y al mismo tiempo son testigos de la forma como son tratadas. Quieren y necesitan a alguien que es considerado inferior, y encuentran enormes dificultades para integrar esos sentimientos y percepciones. Esta contradicción podría durar toda la vida: miren nomás a la gente que puede maltratar a niñeras y domésticas pero que sale cada noche al balcón a cantar “Contigo Perú”.
¹“Trabajadoras del hogar: ¿Cómo se instala la discriminación hacia lo femenino y el racismo en nuestro inconsciente?”. Revista Psicoanálisis. https://spp.com.pe/2019/12/12/revista-24-2019/