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Gastronomía

El cañazo: ¿por qué tiene mala fama y cómo desterrarla?

A diferencia del pisco, el cañazo no cuenta con estándares de producción ni protección legal, lo que ha llevado a su desvalorización e intoxicaciones.

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Vasos llenos de bebida cañazo junto a cañas de azúcar. Foto: Buenazo

Escrito por: Sergio Rebaza, periodista e investigador del aguardiente de caña.

Para muchos peruanos y peruanas, el cañazo es una bebida tóxica, un licor que solo beben los borrachos o la gente de mal vivir. El invitado que nadie quiere en su fiesta. De hecho, el cañazo vuelve cada cierto tiempo a la escena pública con mala cara, a través de noticias que dan cuenta de personas intoxicadas, o muertas, por la ingesta de esta bebida en alguna fiesta patronal o en algún barrio marginal de Lima, donde la vida no vale nada.

Durante la pandemia, no faltó el político o el matasanos que recomendó este destilado de caña como remedio para combatir el Covid. Y hace un par de años, un congresista del partido de gobierno propuso elevarlo a la categoría de bebida bandera, distinción que hasta ahora solo tiene el pisco. Para variar, sus intenciones quedaron en nada: una ley destinada al olvido. Pero, ¿por qué? ¿por qué el pisco sí y el cañazo no?

La historia del cañazo es fiel reflejo de la historia peruana; una historia compleja, y con una clara tendencia hacia el oscurantismo, producto de varios factores: históricos, políticos, económicos y sociales. No voy a hablar sobre el proceso de colonización, el sistema de hacienda y las plantaciones, ni de la esclavitud y la consecuente degradación humana; tampoco de los vaivenes políticos, ni la desintegración social, racial y cultural por la que ha atravesado el Perú desde que se convirtió en República. Pero hay un poco de todo eso entre las razones por las cuales el cañazo tiene tan mala fama.

Efectivamente, desde hace al menos unos 100 años, este destilado es visto como la oveja negra de la familia de bebidas alcohólicas del Perú. Un licor que no tiene el garbo del pisco criollo, ni la frescura y carisma de la cerveza, ni el valor identitario y patrimonial de la chicha de jora. Para muchas personas, el cañazo, o yonke, es lo más cercano que hay a un veneno.

Pero, ¿a qué se debe su mala fama o por qué se le considera un alcohol dañino? Sucede que en el Perú, la producción del cañazo —salvo contadas excepciones— se realiza en zonas alejadas de las grandes ciudades, sin ningún tipo de fiscalización por parte de las autoridades. Muchos productores son personas de bajos recursos, sin conocimiento técnico sobre destilación, que trabajan en condiciones muy precarias, muchas veces con fines de subsistencia, con equipos en pésimo estado y en condiciones higiénicas deplorables.

A diferencia del Pisco, que tiene Denominación de Origen, una Norma Técnica bien definida y productores que buscan la excelencia, el cañazo es un aguardiente abandonado a su suerte. Nuestro destilado de caña se encuentra en la misma situación en la que se encontraba el gin en el Reino Unido durante la época victoriana, cuando se le conocía como “la ruina de las madres”, debido a la degradación social y crisis sanitaria que causó entre sus consumidores, muchas de ellas madres que llegaron a vender a sus hijos por un trago de alcohol.

Pero, a diferencia de lo que sucedió en Gran Bretaña, que tras la crisis del gin estableció estrictas medidas para garantizar la buena calidad de su producción —hasta convertirla en una bebida con prestigio mundial—, en el Perú ninguno de los gobiernos que han habido los últimos 70 años ha hecho algo al respecto para controlar y regular la producción y venta de aguardiente de caña. Nada.

Vasos con bebida Pisco Sour. Foto: Andina

Pero hay que tener algo claro. El cañazo en sí, el destilado de caña que se elabora en nuestro país, principalmente en la región andina y amazónica, no es necesariamente dañino (aunque definitivamente hay productores que no controlan el contenido de sustancias tóxicas de su producto). El principal enemigo del cañazo, del productor de aguardiente de caña y de la población que lo consume, es el adulterador, la persona que combina un poco de aguardiente —muchas veces aquella porción de la destilación con mayor contenido de metanol—, con alcohol industrial y otras sustancia tóxicas, y lo vende como cañazo. Y como no es un cañazo auténtico —cuyo precio bordea los 20 soles el litro—, lo vende a un precio mucho menor (3.5 soles la botella de 600 ml), de ahí que muchas veces sus consumidores sean precisamente las personas de menores recursos.

El problema del aguardiente de caña no es solo un problema de alcoholismo. Se trata de un problema sanitario y social, que debe ser afrontado de forma multisectorial: creando un registro de productores a nivel nacional, capacitándolos y llevando control de su producción —el Registro Sanitario tampoco es efectivo—, sancionando a los infractores y delincuentes que adulteran las bebidas, y fiscalizando regularmente la producción y venta. Lo peor de todo es que todo eso se supone que existe, al menos en el papel, pero no se cumple.

Hay ejemplos muy interesantes en países de la región que están tomando medidas para frenar la adulteración y tener un control mucho más eficiente del mercado de bebidas alcohólicas. Desde Costa Rica, donde la producción del guaro —así se llama su aguardiente de caña— está en manos del Estado, hasta Ecuador, donde se ha puesto en marcha una campaña para registrar los casos de intoxicación por metanol, e identificar a la fuente u origen a través de un rastreo hecho por la Policía, de tal forma que se destierre esta mala práctica y se sancione a los delincuentes.

Sin embargo, en nuestro país la venta de alcohol adulterado se realiza a vista y paciencia de las autoridades. En las principales regiones donde se elabora cañazo, como en Huánuco, Pasco, Junín, Ayacucho y Apurímac, todos saben dónde se vende el “alcohol de fantasía” o el cañazo bamba, pero no hay voluntad para poner freno a esta práctica. No nos debería sorprender que las mismas autoridades estén involucradas en este nefasto negocio, que cada cierto tiempo cobra víctimas letales.

Esta es la única forma de que el aguardiente de caña pueda salvarse del oscurantismo y perder la mala fama que lo acompaña, sobre todo porque se trata de una bebida con una historia tanto o más antigua que la del pisco, y que tiene un arraigo popular muy importante, en especial en las costumbres y fiestas agrícolas de las comunidades andinas. Solo así el cañazo podrá ocupar un lugar destacado en las mejores barras y restaurantes de nuestras ciudades, y por qué no, del exterior, como sucede con el mezcal, por ejemplo, o la cachaza, cuyas industrias generan prosperidad y tienen un valor cultural e identitario destacados en sus comunidades.