Cuando se recuentan las razones que llevaron al dilema de elegir, de entre dos candidatos minoritarios, al mal menor, se culpa acertadamente a los gobiernos actuantes desde el 2000. Fue el año del colapso del decenio fujimorista. Advinieron regímenes de derecha y centroizquierda, los cuales, cabalgando sobre el modelo económico, no alcanzaron metas que el crecimiento permitía alcanzar, ni corrigieron distorsiones graves, como aquella derivada de una desordenada –por decir lo menos– descentralización. Sobre esto habrá discusión para rato. Pero ¿qué rol jugaron los gobernados, en especial aquellos agrupados en asociaciones, ONG, medios de comunicación, sindicatos, etcétera? Es decir, ¿qué pasó con la denominada sociedad civil?
La pregunta es pertinente porque a raíz de las candidaturas de Keiko Fujimori y Pedro Castillo hubo varias iniciativas para que se comprometieran a cumplir estándares mínimos democráticos. Finalmente firmaron un documento auspiciado por las iglesias. Se supone que quien incumpliera quedaría como embustero, condenado a ser combatido por una sociedad civil dispuesta a pelear. En adelante, algunas razones por las que no sería mala idea que los dirigentes cívicos también hicieran su propio juramento.
Tras el 2000, como el país salía del autoritarismo y de un gobierno cuyo núcleo fue considerado organización criminal, hubo un generoso flujo de recursos filantrópicos internacionales para que la primavera democrática mantuviera siempre sus flores. Así, debían crearse las condiciones para que ya no hubiera gran corrupción, ni violaciones sistemáticas de los derechos humanos, ni miles de pobres olvidados por el Estado y emergieran las bases de una democracia robusta. Además, por supuesto, para que el sistema judicial fuera motivo de orgullo. Las ONG iniciaron su trabajo en esas direcciones, “promoviendo” o “acompañando” los esfuerzos del Estado. Hubo incluso un trasvase de sus dirigentes hacia el aparato estatal.
Veinte años después, el único campo satisfactorio es el de los derechos humanos (aunque falta mucho para expandir las libertades civiles). Un saludable ejercicio consistiría en revisar qué hicieron bien y mal las ONG democráticas. Lo primero puede componer una larga lista de logros. Pero si consideramos que todos los gobiernos posfujimoristas chapotearon en la corrupción, incluyendo sus presidentes, ¿no podría haber algo que se dejó de hacer o que no funcionó, como una mayor fiscalización a la forma en que se aprobaron grandes proyectos de inversión o se cubrieron servicios básicos como el de la salud? La autocrítica es indispensable. Me toca, pues dirijo hace buen tiempo el IPYS, una sociedad de periodistas profesionales.
En la lista de defectos posibles el del sectarismo político es llamativo. Es difícil de admitir, porque nos consideramos demócratas, pluralistas, usamos los y las. Fue el sectarismo lo que retrasó el apoyo a la causa de Zaraí, la hija no reconocida de Toledo, atribuyéndola a una maniobra del fujimontesinismo. Jaime Bayly y Álvaro Vargas Llosa fueron tratados como loquitos porque llamaron a votar en blanco por ese motivo. Años después, Ollanta Humala fue apoyado a ciegas pese a su presunta participación en ejecuciones extrajudiciales. Al actuar como si los únicos corruptos y violadores de derechos humanos fueran los fujimoristas, se pierde de vista que el terreno es más amplio. Y se terminan haciendo foros donde los participantes son los mismos, todos progresistas y fans del fiscal José Domingo Pérez. En el fondo, a los otros se los considera interesados cómplices de la CONFIEP y de la mafia. En los círculos de la derecha pasó algo parecido, de modo que la polarización de hoy ha sido bien abonada.
No hubo protestas mayores cuando Toledo despidió al procurador anticorrupción Luis Vargas Valdivia porque investigó a su hermana en el caso de la falsificación de firmas. La tolerancia se extendió a los gobiernos de Humala y Vizcarra. Sobre todo al de este último. Siempre un ataque excesivo a estos gobiernos podía favorecer al enemigo principal.
De otro lado, hubo falta de firmeza para defender posiciones propias. Los gremios de la prensa debimos ser más intransigentes cuando Vizcarra nos engatusó prometiendo una Autoridad Autónoma de Transparencia que jamás llegó al Congreso (acaba de hacerlo el gobierno de Sagasti). Se toleró una Comisión Anticorrupción inoperante, una Secretaría de Integridad de juguete. Vizcarra pudo imponer cómodamente su propia reforma política y no la que venía discutiéndose desde hacía años, utilizando parcialmente conclusiones de una comisión cuyos miembros provenían de la misma universidad.
En 2020 ya no había voz de la sociedad civil sino la voz de la calle, y fue así que hubo silencio ante el cierre del Congreso, sin exigirle al primer ministro Salvador del Solar que hablara claro y transparentara las razones por las que no se animó a suscribir la medida. Recién ha venido a confesar que no lo hizo porque era discutible. Por otra parte, la sociedad civil respaldó incondicionalmente a los fiscales de lavado de activos, que muchas veces actuaron correctamente y otras veces cometieron tropelías, como ahora lo evidencia el fiscal Pérez al pedir prisión para Keiko Fujimori.
Estas disquisiciones vienen a cuento porque falta muy poco para la hora de la verdad. Los activistas cívicos no tendrán mayor dilema para enfrentar a Fujimori si, en el caso de que el actual conteo de votos diera un vuelco, fuera proclamada presidenta. Pero si la actual tendencia que da ganador a Castillo se confirmara, es posible que en el campo cívico surjan vacilaciones para exigirle el cumplimiento de su compromiso. Podría ser disuasiva la amenaza del retorno del fujimorismo o la del empoderamiento del gran capital, y siempre habrá una interpretación jurídica ad hoc para el caso. ¿Qué ocurriría? Con el hombre del lapicito en Palacio de Gobierno la respuesta no tardará en conocerse.
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