Cumplí misión diplomática en Israel entre 1997 y 2000, años en que sus habitantes volvieron a vivir en peligro. Judíos, palestinos israelíes y foráneos coexistíamos en estado de amenaza.
Mi residencia en Herzlya Pituach — especie de distrito de Tel Aviv— contaba con un refugio blindado en el cual mantuve tres máscaras antigases. Fue cuando la cercana playa se erizó con baterías antimisiles Arrow, para enfrentar la amenaza de una guerra bacteriológica desde Irak. Eran rutinarios los registros a los clientes y las revisiones de los automóviles en oficinas y locales comerciales. Desde Gaza, Hamás producía atentados terroristas focalizados. Recuerdo buses urbanos que estallaban con niños dentro y una pizzería jerosolimitana hecha polvo con muertos y heridos. El Tzahal (Fuerzas de Defensa de Israel) respondía cada ataque con dureza superlativa.
Visto por el retrovisor, era un estado de peligro normalizado que me recordaba el Vietnam del Norte, donde estuve en los años 60. Allí los vietnamitas sufrían los bombardeos norteamericanos como parte de sus rutinas mientras sus líderes les prometían no una utópica victoria militar, sino una victoria diplomática. La obtuvieron y ello les permitió reunificarse con los vietnamitas del sur.
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Algo similar, pero inverso, fraguaba en Israel, con base en los Acuerdos de Oslo. Era un proyecto negociado entre el Gobierno laborista de Itszak Rabin y la Organización de Liberación Palestina (OLP), que actuaba como representante legítima de su pueblo y como base de una Autoridad Nacional. Bajo el lema “paz por territorios”, implicaba reconocimientos identitarios, avances graduales y un fuerte apoyo de los EEUU.
La meta era un Estado Palestino independiente y coexistente con el Estado judío. Para los israelíes a mi alcance —incluyendo palestinos de Gaza y Cisjordania—, así terminarían los estallidos, comenzaría la paz y nacería la esperanza de una paz laica y sustentable a nivel región. No era poco después de tantas guerras, atentados, víctimas y horrores.
¿Y por qué fracasó ese proceso?
En lo principal, porque no siempre la política es racional y sus dirigentes no representan el interés de los humanos sin poder. Sucede en los Estados democráticos, como Israel, y con mayor razón donde no existe un Estado en forma, como en los territorios palestinos. Entonces los sistemas políticos se polarizan y hasta los dioses se sienten implicados.
Hubo un actor oculto, Hamás, y tres actores emblemáticos en ese proceso. Por los palestinos estaba Yassir Arafat, líder de la OLP y rais (jefe) de la Autoridad Nacional Palestina. Reconocido con reservas por los gobernantes de Israel, no era muy querido por los raises de la Liga Árabe, que querían seguir controlando a los palestinos sin intermediarios. Además, era combatido por Hamás y otras organizaciones que ya figuraban como terroristas en los registros internacionales. Como el objetivo de estas no era negociar con Israel, sino destruirlo, le hacían la vida imposible a Arafat y siguieron mortificándosela a Mahmoud Abbas, su sucesor.
Tuve una percepción en vivo de Arafat cuando me recibió en Jericó para negociar detalles de la apertura de nuestra Oficina de Representación en Ramallah, iniciativa de mi país que robustecía su capacidad negociadora. Además, como él había expresado al presidente Frei su deseo de visitar nuestra gran comunidad palestina, yo debía pedirle una fecha de su conveniencia para que se le enviara una invitación en forma. Ahí descubrí que era un político jabonoso. Tuvimos al respecto una charla muy amable, con buen café y fotos para el recuerdo, pero durante tres años no pude sacarle una respuesta concreta.
Los otros dos grandes actores eran Shimon Peres, de Avodá (Partido Laborista), el gran arquitecto de Oslo, y Biniamin Netanyahu, líder del Likud, partido nacionalista y territorialista, enemigo de Oslo.
"Netanyahu […] ya gobernaba cuando llegué. Me lucía parecido a los caudillos populistas latinoamericanos". Foto: archivo LR
Más que una rivalidad entre un político de derechas y uno de izquierdas, ambos representaban prototipos. Shimon —todos lo mencionaban por su nombre— era el político visionario. El último de los grandes profetas, según sus admiradores. Netanyahu, en cambio, era el patrón clientelar de los territorialistas laicos y religiosos y ya gobernaba cuando llegué. Me lucía parecido a los caudillos populistas latinoamericanos y solo tuve con él una relación protocolar.
Distinto fue el caso con Shimon. Quizás por mi conocimiento escolar de la Historia Sagrada y mi lectura de algunos libros suyos, hubo una corriente simpática. Incluso le festejé su cumpleaños 75 en mi residencia.
Explicando Oslo, sostenía que “una victoria militar nunca es definitiva, pues crea nuevos peligros”. Sugerente, pues sin haber servido en Tzahal como Netanyahu, fue el constructor del gran poder disuasivo de Israel, arma nuclear comprendida. Decía que, conseguido ese respaldo de fuerza, la seguridad real de Israel estaba en la paz con los palestinos y con sus vecinos árabes, lo cual implicaba un Estado palestino responsable. Eso “evitaría el riesgo de que Israel se convierta en un Estado binacional”.
Añadía que no debía tratarse de un Estado palestino pobre, por el peligro que significaría, a la larga, para sus vecinos desarrollados. Para ese efecto, creó en 1998 el Centro Peres para la Paz, a cuyo acto inaugural concurrieron altas personalidades mundiales, entre ellas Mijail Gorbachov, otro soñador incomprendido.
El primer ministro Netanyahu no valoraba Oslo y, aunque no podía reconocerlo, el binomio intransigencia- terrorismo le era electoralmente rentable. De hecho, lo ayudó a ganar las elecciones que entonces lo enfrentaron a Shimon. Recuerdo un discurso suyo, de campaña, en el que hizo corear a sus seguidores un rítmico estribillo contra los partidarios de Oslo: “tie-nen-mie-do”.
Con su chapa partisana de “Rey Bibi”, parecía creer que, de victoria en victoria, se expandirían los asentamientos judíos en territorios palestinos y desaparecerían los irreductibles. Con ello empataba objetivamente con Hamás, normalizaba el binomio terrorismo-represalia y subestimaba el soft power de su democracia. Paradójicamente, sus desplantes descansaban en el potencial militar construido por Shimon.
Por lo dicho, nunca tuvo la capacidad de convocatoria internacional que tenía su rival y siempre fue un interlocutor ingrato para los presidentes de los EEUU, quienes debían velar por sus intereses globales.
Cuando le pregunté en directo a Shimon por su relación con Netanyahu, su respuesta fue oblicua: “Con Sharon se puede conversar”. Es decir, mejor interlocutor era el controvertido guerrero de la invasión al Líbano, escenario de la masacre de Sabra y Chatila. En su brindis de cumpleaños, en mi casa, ante otros embajadores de América Latina, dijo algo similar: Ante “el cumplimiento del plazo límite de los Acuerdos de Oslo, con la eventual declaración unilateral de un Estado palestino, y la inminencia de elecciones anticipadas (el primer ministro) debía tomar decisiones que limpien la imagen de inacción de su gobierno”.
La historia dice que, tras un gobierno laborista intermedio, Netanyahu retomó el poder, designó a Sharon como canciller y este protagonizó una visita a la Explanada de las Mezquitas, que catalizó la segunda Intifada. Fue el fin del sueño de Oslo.
Hoy, 23 años después, la guerra en desarrollo contra Hamás me suena como una profecía póstuma de Shimon. De victoria en victoria, su rival se está acercando a la catástrofe final.