Lamento reconocerlo a nivel columna, pero América Latina ya no es el viejo cardumen de democracias débiles, en el marco del ciclo dictaduras-democracias. Lo que estamos viviendo y sufriendo, sin que se reconozca desde los púlpitos, es el principio del fin de ese ciclo. Dicho de manera más cruda, estamos en el umbral de la agonía de las democracias representativas.
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Antes de frasearlo así, me estacioné en el fin de la Guerra Fría y entre dos aforismos. Uno, superconocido, dice que quien ignora la historia está condenado a repetirla. El otro dice que, si introduces demasiado futuro en la historia, estás condenado a malograr el presente.
Quienes creyeron, con Fukuyama, que el fin de la Guerra Fría traía la hegemonía a nivel global de las democracias representativas, de estirpe liberal o socialdemócrata, pusieron demasiado futuro en la balanza. Respecto a América Latina, confiando en las estadísticas de la coyuntura, mostraban 19 democracias alegres y una sola dictadura: la de Cuba que, a mayor abundamiento, estaba redundantemente aislada.
Pronto sabríamos que aquello tenía como base la cantidad de gobiernos elegidos y la confianza en que los Estados Unidos se mantendrían por sobre toda sospecha dictatorial. En 2011, oficiando como aguafiestas en un evento académico, hice una disección de las democracias realmente existentes en términos de calidad. Así vistas, la región era una tripleta que contenía democracias autosustentables, en regresión y en zona gris.
En el primer lote estaban los países con democracias que se valoraban como perfectibles, en la línea escéptico-realista de Winston Churchill y Karl Popper. Ejemplifiqué con Colombia, Costa Rica, Chile, Uruguay y República Dominicana. En el segundo lote estaban los países donde destacaban las imperfecciones de sus democracias, con el objetivo implícito de reemplazarlas (aunque sin confesión de modelos).
Aquí mencioné los países principales de la ALBA chavista, con Venezuela, Bolivia, Ecuador y Nicaragua. En el lote de la zona gris se agrupaban los tres colosos geopolíticos: Argentina, Brasil y México, en cuanto países con democracias sin estrategias de sustentabilidad y de los cuales -por su masa crítica- dependería el equilibrio sistémico del futuro.
"Si algo debe ser refundado, en este contexto, no son nuestras repúblicas, sino sus partidos políticos”, escribe José Rodríguez Elizondo.
Dada la época, no podía intuir que hasta en los Estados Unidos se cocían habas antidemocráticas. También dejé fuera del encasillamiento al Perú, donde se discutía si el presidente Ollanta Humala se sumaría o no a las huestes de Chávez. Es decir, a las democracias del segundo lote.
En 2017, una encuesta del Latinobarómetro cuantificó el estado democrático de la región y el resultado, similar a mi tripleta, mostró un cuadro refractario al optimismo. Como dictadura sin coartada jurídica, Cuba ahora estaba acompañada por Nicaragua y Venezuela. Mediante constituciones enmodo chavista, Bolivia y Ecuador entorpecían o bloqueaban las posibilidades de alternancia democrática. Argentina, Brasil, México, Perú, Colombia y Chile, entraban a una zona de lucha por la sobrevivencia de la democracia. Solo Uruguay y Costa Rica aparecían como democracias sanas.
A tenor de esa encuesta, la corrupción emergía como factor de importancia decisiva, pues su correlato era una alarmante demanda de “mano dura” -de autoritarismo-, incluso en Costa Rica (78%), Chile (75%) y Uruguay (71%), países de reconocida tradición democrática en el marco de los ciclos. El diagnóstico expreso de los encuestadores fue que América Latina estaba “entre las regiones más profundamente defraudadas con la democracia representativa” y que “la izquierda y la derecha siguen existiendo, pero su incidencia en lo que sucede es cada día menor”.
Una encuesta del año siguiente, también del Latinobarómetro, ratificó ese diagnóstico y añadió un dato escalofriante: en Argentina, Brasil, Ecuador, Perú, Guatemala, El Salvador, Honduras y Panamá, 18 expresidentes y exvicepresidentes aparecían involucrados en escándalos de corrupción. Esto indujo un pronóstico ominoso: “Lo que cinco años atrás era tolerable, hoy no lo es”.
Cinco años después -en marzo pasado-, el informe especializado del Instituto V-Dem, de la Universidad de Gotemburgo, cuantificó el estado de situación de la democracia a nivel global, con cifras tristísimas: el 72% de la población mundial vive en autocracias; solo 14 países, con el 2% de la población mundial, muestran avances democráticos; 42 países, con el 43% de la población mundial, muestran retrocesos; el 44% de la población vive en autocracias electorales y el 28% en autocracias cerradas. En cuanto a América Latina, muestra “tendencias autocratizantes” en Brasil, Chile, Guatemala, Uruguay y El Salvador.
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Los demócratas de la región debiéramos poner las carretas en círculo, como en los filmes del Far West, para defender las democracias que sobreviven. Esto implica no resignarnos a una eventual reedición del ciclo dictaduras-democracias, pues nada asegura que habrá tiempos mejores. Más mal que más bien, los autoritarismos constitucionalizados, las refundaciones contrafactuales, los plurinacionalismos con gato encerrado y las dictaduras de transición contienen el cambio de ese ciclo por un proyecto peor: la mutación de las democracias débiles en democracias agónicas y la emergencia de sistemas sin sus derechos y libertades.
Si algo debe ser refundado, en este contexto, no son nuestras repúblicas, sino sus partidos políticos. Para ese efecto, habría que sacudir la caspa ideológica de los dirigentes para que asuman esta realidad sin coartadas retóricas ni metalenguajes identitarios y logren articular políticas públicas con objetivos como los siguientes: subordinar los intereses partidarios e identitarios al interés
nacional, rearticular la relación de los políticos con los miembros de la fuerza legítima del Estado, coordinar estrategias sectoriales para combatir el narcotráfico y el crimen organizado, promover el desarrollo económico equitativo y sin dogmas, recortar los privilegios que se autoconceden los representantes políticos, transparentar la gestión pública con fines de probidad, impulsar alianzas defensivas contra las dictaduras que nos inundan con sus “excedentes humanos”, instalar vías diplomáticas de negociación profunda para bloquear la injerencia en soberanías ajenas y cuidar la parte del planeta que nos corresponde.
Mis excusas si estas propuestas parecen demasiado utópicas y si en esta columna no he sido políticamente correcto. Es que, con vista a lo que está sucediendo en nuestra región, parece que si buscamos vida inteligente en otros planetas es porque en el nuestro ya se está acabando.