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Domingo

Juventud, ¿divino tesoro?

“Nuestros ancianos de la tribu tendrían que acumular fuerzas y hacer alianzas con jóvenes menos pretenciosos, si quieren asumir la lucha de las generaciones en curso”.

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“En modo sureño, estamos llegando a una versión vernácula del “malmenorismo” peruano”“. Foto: La República

Hasta hace muy poco, los políticos adultos de mi sur miraban la incontinencia política de nuestros jóvenes con cierta sorna. O la descartaban a golpe de aforismos, pues era una enfermedad que se curaba con el tiempo. Nunca soñaron que hoy estarían subordinados a ellos o buscando su beneplácito.

En efecto, los políticos canosos con poder ejecutivo ahora son más bien testimoniales. Y no solo eso. Una de las más altas autoridades treintañeras acaba de ufanarse de su superioridad moral, ahora y siempre. Según propia confesión, su escala de valores y principios supera no solo la del gobierno anterior, sino la de “la generación que nos antecedió”. Esto comprende los cinco gobiernos que sucedieron a la dictadura de Pinochet y, naturalmente, gustó poco a los políticos con pasado concertacionista que integran la alianza en el poder.

Decodificando, esto significa que atrás quedaron la lucha de clases, la lucha de mercados y hasta la lucha de etnias. Nuestros ancianos de la tribu tendrían que acumular fuerzas y hacer alianzas con jóvenes menos pretenciosos, si quieren asumir la lucha de las generaciones en curso.

Es la vieja sabiduría del “si no puedes ganarles, únete a ellos”.

“Alma mater“

Para entender parte del fenómeno, debo recordar esa época sesentera en que, como dice un poema de Benedetti, “un charco era un océano/y los viejos eran gente de cuarenta”.

Como estudiante de Derecho, yo podía correr los cien metros en menos de un minuto, veía el examen de licenciatura como un monstruo grande que pisaba fuerte y mi vocación política era más bien leve. Por ello, veía con cierta admiración a mis compañeros con militancia variopinta. Se gritaban de manera razonable, asumían los protocolos del sistema democrático, se autorreconocían como relevo natural de los políticos grandes, sabían que su mérito académico los califi caría en sus partidos y manejaban tesis doctrinarias con bastante solvencia. Por cierto, creían que las compañeras estaban felices de estar en segundo plano y respetaban de manera natural los símbolos de la nación (no imaginaban, claro, que esta podía ser desglosable).

Muchos de esos jóvenes –en especial los con ideología y militancia de izquierdas– fueron víctimas de la dictadura del general Pinochet o salieron al exilio. Esto hizo que la mayoría de los sobrevivientes, retornados y afi nes, revalorizara la democracia y la patria recuperadas. Algunos llegaron a ser presidentes, ministros y parlamentarios.

Lo complicado es que no primó el ánimo de reconciliación. Aunque las razones no caben en este texto, puede destacarse que el sistema educacional no ayudó y que, en el tramo superior, las universidades comenzaron a bifurcarse entre las de élites rigurosas y las abiertamente militantes.

Todo cambia

Cuatro décadas después, los jóvenes nuevos (millennials) no dimensionan hasta qué punto es frágil la democracia recuperada y amenazante un futuro sin ella.

Las razones sobran: la Guerra Fría es un recuerdo de sus abuelos, carecen de memoria propia sobre las dictaduras, no imaginan lo que es una infl ación de más del 50%, los sistemas educacionales les escamotearon contenidos humanistas, en vez de grandes causas nacionales tienen causas temáticas, las redes sociales los desinforman y los partidos políticos se convirtieron en oficinas clientelares.

Sin esos anclajes histórico-culturales, el bagaje político de nuestros líderes jóvenes, sobre todo en el espacio de las izquierdas, ha sido reduccionistamente estudiantil. De la universidad al Congreso y de este al Gobierno, sin pasar por el tamiz de las realidades nacionales duras ni por las experiencias del trabajo ordinario.

Desde tan delgada plataforma, es casi natural que crean en su superioridad intrínseca y en las soluciones simples para los problemas complejos. Quizás, sin conocerla, se adhieren a esa tesis de Lenin, en El Estado y la revolución, sobre el fácil manejo de las funciones públicas: “Totalmente asequibles a todos los que saben leer y escribir”. De ahí que subestimen (o ignoren) las enseñanzas de la historia, las constantes de la geopolítica y, sobre todo, la capacidad manipuladora de los intelectuales que los inspiran.

Es lo que me explica la facilidad con que están transitando desde la utopía marxiana sobre “el futuro radiante para la humanidad”, con base en el proletariado y los avances del capitalismo industrial, hacia la utopía del “buen vivir” de los pueblos ancestrales, con base en el respeto a la Pachamama y el cuidado de los ecosistemas.

En ese cambio de utopías futuristas por distopías ancestrales, ignoran que el máximo teórico del indigenismo latinoamericano, José Carlos Mariátegui, nunca quiso despotenciar su país. A la inversa, convocaba a “peruanizar el Perú”.

Naciones por mayoría de votos

En julio pasado, los convencionales constituyentes nos entregaron una propuesta que refl eja, de manera contundente, las certezas iconoclastas de la idealpolitik juvenil. Su eje ideológico es el “principio de plurinacionalidad”, en cuya virtud nuestra nación se multiplicaría por 11, con la advertencia de que se podrían crear otras por simple ley.

A la fecha, ninguno de los constituyentes ilustrados ha logrado explicar ese “principio”, que implicaría el fi n de un Estado nación ya bicentenario. Por la Convención pasó como por un tubo y recién comienzan a pensarlo. De paso, una diferencia notable con el ipsofáctico rechazo peruano a proclamarlo, desde el Cusco, a escala continental, con Evo Morales a cargo del varayoc.

En modo sureño, estamos llegando a una versión vernácula del “malmenorismo” peruano. La diferencia está en que nuestra opción actual no está en modo candidatos, sino en modo aprobar o rechazar una Constitución que a pocos satisface. Baste decir, al respecto, que incluso quienes están por aprobarla en el plebiscito juran modifi carla después.

Es como llamar a cometer un error no forzado, para luego pedir perdón.

En resumen

Creo que la lucha de generaciones reseñada se relaciona con esa incompatibilidad entre el intelectual y el político, que Max Weber definiera hace un siglo. De ahí que, a escala regional, la politicidad juvenil parece viajar por senderos que se bifurcan. Uno puede conducir a la reinvención de sus países y el otro, a una confrontación ruda con resultados variables. Si la primera opción puede, eventualmente, mantener los sistemas democráticos, nada garantiza que la segunda abra paso a una democracia rectificada.

En esa línea, la lógica indica que los líderes democráticos en barbecho tendrían que reconocer la soberbia de los jóvenes como fruto del fracaso de los políticos mayores. En tal caso, la urgente alternativa no es refundar nuestros países, sino refundar los partidos que nos condujeron a esta coyuntura.

De ese hilo cultural estaría colgando la democracia.