Resumen vertiginoso de lo sucedido en mi sur: el estallido de 2019, entre social, vandálico e insurreccional, puso al presidente Piñera y a la democracia chilena al borde de la cornisa. Para salvar sus muebles, los partidos del sistema optaron por una nueva Constitución. Sorprendentemente, los apoyó Gabriel Boric Font, líder entre sistémico y antisistémico, arriesgando su liderazgo sobre el segundo sector. Luego, en la Convención Constituyente, una mayoría variopinta aumentó la conflictividad con señales estruendosas: los partidos estaban liquidados, el país estaba polarizado y había que refundar Chile con base en la plurinacionalidad y las identidades internas. Sin embargo, pocos meses después, las elecciones generales reequilibraron el sistema, con un Congreso de talante tradicional y una competencia presidencial insólita.
Esta enfrentó a Boric, clasificado como joven extremista de izquierda, con José Antonio Kast, outsider de derechas catalogado como ultraconservador. Evocando lo sucedido en el Perú, los expertos pronosticaron un resultado estrecho – por tanto, sísmico– entre dos candidatos minoritarios. La realidad los desmintió y en eso estamos.
Ilustración: Edward Andrade
En la segunda vuelta del domingo pasado, Boric ganó con un 55,87 % de la votación, contra un 44,13% de Kast. Una ventaja amplia, que eliminó la posibilidad de un “negacionismo de resultado”.
En el entretiempo, Boric había reconocido la diferencia entre los principios políticos y los dogmas, al enfatizar su propósito de ser un presidente para todos los chilenos. Eso explicaría el corto plazo de sus certezas previas y su “centrificación” en desarrollo. De hecho, actuaba como esos entrenadores que saben “leer el partido” en la previa y mientras se está jugando, para hacer los cambios necesarios, aunque disgusten a futbolistas de alto ego e incluso a los altos dirigentes.
(Especulando entre paréntesis, también es posible que algún mirista anciano le haya contado ese duro intercambio entre Salvador Allende y Miguel Enríquez, cuando éste lo acusó de ser un socialdemócrata y “a mucha honra” replicó el presidente).
El tema es que ahora, con la secuencia completa, podemos decir que el tipo de extremismo de Boric tenía método. Le permitió inscribirse como candidato con las justas, dejar en la cuneta al comunista Daniel Jadue –favorito de los entendidos– y asegurarse el apoyo de las izquierdas duras y subversivas en el primer tiempo electoral. Luego, con los votos de esas izquierdas en el bolsillo, lo habilitó para enfrentar el segundo tiempo con una estrategia inversa y remontar un marcador adverso. Fue el tramo en que supo seducir a los electores flotantes y de centro, poniéndose la camiseta socialdemócrata de Allende.
Agréguese un punto decisivo: en la fase final, Boric tuvo la ventaja del pragmatismo laico. Supo que en Kast mandaban los principios valóricos conservadores y que la Presidencia no le valía una misa.
En definitiva, un triunfo notable de la audacia agnóstica, un perdedor con la mayor fuerza histórica de las derechas y una ducha de institucionalidad para quienes apostaban a un sistema democrático moribundo.
Es difícil compatibilizar a un Boric-presidentede- todos-los-chilenos, con el líder estudiantil y confrontacional que conocimos hasta hace poco. Ese que se tomó una Facultad de Derecho para instalar un decano a su pinta, reducía todas las variables del capitalismo al neoliberalismo, avalaba la violencia del estallido, justificaba a los “presos de la revuelta”, quería refundar a los carabineros y democratizar a los militares, postulaba una plurinacionalidad sin resguardos y demoró en definir a Nicolás Maduro como dictador. Nada muy centrista que digamos.
Sin embargo, dada su legitimidad electoral y las urgencias del momento, resolver ese enigma identitario luce como un pasatiempo académico. Más vale endosar el cambio y asumir que Boric ya no es el que fue, sino el gobernante que será.
Es el talante que, vía tregua de nervios, nos permitió celebrar esos ritos democráticos que la polarización estaba sepultando: reconocimiento hidalgo del derrotado, saludo al vencedor del presidente incumbente y compuesta visita a Palacio del presidente electo.
Lo que debiera importar, ahora, es que el ciclo que se inicia despolarice el ambiente. Y eso dista de ser poco.
Por el momento, estamos en el tiempo de los saludos y olfateos. Ese interregno en el cual periodistas y otros maquiavelos instalan nombres de los miembros del círculo de hierro del gobernante, de quienes se le unirán altruistamente para compartir el poder y de quiénes serán los enemigos a demoler.
Lo importante de esta etapa es que sea brevísima, pues la pandemia sigue rugiendo, el terrorismo en la Araucanía es una evidencia atroz y la economía emite señales cada día más angustiosas. Por eso, lo decisivo es que la centrificación de Boric se consolide como una mutación estratégica, que le permita ejercer un liderazgo democrático sólido.
Esto será complicado, por cinco motivos principales: uno, porque, con excepción del Partido Comunista, las organizaciones que lo apoyaron no se caracterizan por una disciplina leninista. Dos, porque la dirigencia comunista no está aplaudiendo su flexibilidad y ya lo ha conminado a ceñirse al programa inicial. Tres, porque los políticos desprestigiados no asumen que cualquier refundación debe comenzar por casa. Cuatro, porque la mayoría refundacional de la Constituyente no da señales de flexibilidad. Cinco, porque los poderes fácticos de la economía suelen ser impacientes.
Ante tanta complejidad, Boric debiera asimilar la experiencia que le compartió Carlos Caszely. Nuestro célebre exgoleador le dijo, por escrito, que él no cotizaba los aplausos de los hinchas al entrar a la cancha. Lo que le importaba era el aplauso al terminar el partido, “pues quería decir que lo habíamos hecho bien”.
Para el nuevo presidente, eso implica mantener los pies sobre la tierra y amarrar a quienes los tienen firmemente plantados en el aire.