A fines del 2017, todo estaba listo para un inusual y secreto operativo que permitiría el retorno del “Sol de soles” al Perú. Previa gestión secreta en la que participaron arqueólogos, alcaldes, diplomáticos y funcionarios -peruanos y estadounidenses- se acordó que el medallón volvería en “calidad de préstamo” (sic) para una exposición en el Cusco. En el papel, el acuerdo cubría un plazo de veinte años de permanencia en Cusco, pero ambos bandos sabían en que El Sol de Echenique jamás sería devuelto a Estados Unidos. El alcalde cusqueño Carlos Moscoso dio la primicia de la exposición. Días después, sin embargo, todo se suspendió: Kevin Gover, entonces director del Museo Nacional del Indígena Americano (MNIA), con sede en Washington DC, dio marcha atrás porque la maniobra enlodaría su impecable gestión. Y estaba a punto de jubilarse.
Lo cierto es que la gestión había empezado dos años antes, en junio del 2015, durante la exposición “El gran camino Inka: construyendo un Imperio”, en el MNIA. El curador fue el arqueólogo peruano Ramiro Matos, uno de los profesionales más entusiastas en recuperar el emblema cusqueño.
Pero ¿cómo había llegado este fino y delicado medallón de oro, plata y cobre al célebre museo norteamericano? Para empezar, nadie sabe el verdadero origen de este disco. La única certeza es que en 1853 visitó Cusco el presidente José Rufino Echenique. Su presencia fue galardonada con el medallón debido a lo inusual que resultaba la visita de un mandatario afincado en Lima. Desde entonces, el disco llevó su nombre. El historiador cusqueño Donato Amado reveló que, el “escudo de los incas o Placa de Echenique”, había sido la imagen del sol que usaba el alférez real Inca en el pecho durante todo el Virreinato.
A fines del siglo XIX, el historiador inglés Clements R. Markham vio la pieza y la dibujó, dejando un registro gráfico de gran valor histórico. Por su parte, ya en el siglo XX, el doctor Julio C. Tello rastreó la pieza y reveló que Echenique trasladó parte de su colección a Santiago de Chile y que se perdió en un incendio. Sin embargo, el disco se había salvado porque fue adquirido antes del siniestro por el coleccionista alemán Eduardo Graffon en 1912, quien, a su vez, se lo vendió a otro coleccionista: el estadounidense George G. Heye. Fueron sus herederos quienes lo donaron al museo norteamericano.
Años después, durante la gestión del recordado alcalde cusqueño Daniel Estrada, el disco se convirtió en símbolo de la ciudad-ombligo. Esta iniciativa contó con el apoyo de personajes como el doctor Luis Lumbreras, quien sostiene que el disco tiene casi 3 mil años de antigüedad. Es decir, es contemporánea con Paracas y Chavín; y que siglos después fue exhibido por los jerarcas incas qosqorunas. De ahí su importancia.
Con el Museo Nacional del Indígena Americano ya existía un precedente: en 1999 fueron devueltas unas momias incas debido a la nueva legislación estadounidense que prohíbe la exhibición de restos humanos aborígenes. Por los textiles del ajuar funerario de estas momias se logró determinar que pertenecían a las comunidades de Ausangate, en Quispicanchis, Cusco. Y ahí fueron enterradas.
Las gestiones resucitaron durante la gestión del cusqueño Roger Valencia en el Ministerio de Cultura. Fue entonces cuando sucesivos alcaldes qosqorunas y el funcionario de la Cancillería, Rómulo Acurio (también cusqueño) juntaron esfuerzos que tuvieron un final feliz con el retorno oficial y con todas las de la ley, firmado por la nueva directora interina del MNIA, Machel Monenerkit.
El resto es historia conocida.