Rodrigo Fresán: "Lo que sí me parece mal es que los escritores viajen más de lo que escriben. Para eso están los Rolling Stones, ¿no?"
Sobre su última novela, “El estilo de los elementos” y la literatura como tal, La República conversa con el escritor argentino Rodrigo Fresán.
Cuando en el año 2019 el escritor argentino Rodrigo Fresán publicó La parte recordada, novela con la que cerraba su trilogía novelística sobre los mecanismos internos de la figura del escritor, no pocos pensaron que se tomaría un tiempo de descanso. Razones sobraban: la novela citada, más La parte inventada (2014) y La parte soñada (2017), conforman un proyecto monumental de más de 2.000 páginas contadas veces visto en la narrativa hispanoamericana, no precisamente por su extensión, sino por los ecos que suscitaba la mayor virtud de Fresán: el estilo, la morfología de su escritura.
Pero no hubo break, Fresán siguió publicando novelas, igual de saludadas por la crítica y los lectores, como Melvill (2022) y El estilo de los elementos (Literatura Random House) que acaba de lanzar hace unos meses y de la que suscribimos todos los entusiasmos que viene generando. En sus 720 páginas, Fresán yergue un mural generacional y emocional, en donde Land, el protagonista, lleva a cabo una exploración en los mecanismos de la memoria y la relación de esta con el asombro de la lectura. Por ejemplo, los espacios físicos, como Buenos Aires, Caracas y Barcelona, pueden ser reconocibles por sus señas nominales, pero adquieren legitimidad propia en el ya consignado estilo digresivo, eléctrico y epifánico del autor.
Sobre El estilo de los elementos y la literatura como tal, La República conversa con Rodrigo Fresán.
—Esta novela, en realidad toda tu obra de ficción, va sobre la construcción del lector y del escritor. ¿De dónde salen todos tus recursos con los que ha forjado una obra original?
—Todos mis libros, más allá de las diferentes tramas que tengan, tratan de leer y de escribir. No hay otra cosa. Creo que son de las dos cosas que puedo hablar con cierta autoridad y que son las dos cosas que más me interesaron desde siempre. Nunca hubo un plan B ni hubo una vocación alternativa, y mi propio transcurrir académico hizo que se cerrara toda puerta posible. Yo no tengo terminado para la línea Argentina el colegio primario. Lo único que me interesa realmente es leer, leer y escribir, que es lo que debería interesarle a todo escritor en el sentido más estricto de la palabra, que es primero un lector y luego un escritor.
—Después de la trilogía muchos pensaron que pararías un tiempo.
Cuando terminé la trilogía, no hubo una tentación de hacer un stop, pero sí una inquietud de parar después de tantos años de estar metido en estas novelas. Pero no ocurrió, empecé a escribir una novela utópica y futurista que está casi terminada y que vendría a ser una compañera siamesa separada de El fondo del cielo, pero como vino la pandemia, me dio mucha pereza estar en el fotografiado y trazado de postales entropistas y posapocalípticas. Entonces, me fui al siglo XIX con Melvill justamente para distraerme y luego surgió esta novela.
—Tu escritura exhibe un ritmo vertiginoso, pero a la vez lleva consigo mucha reflexión.
—La velocidad de la literatura no se corresponde con la velocidad del mundo ahora. Ta vez hubo un tiempo, en los siglos XVIII y XIX, en donde la velocidad de los libros corría más o menos en sincronía con la velocidad del mundo. La velocidad de la ficción era parecida a la velocidad de la realidad. También por eso, sobre el XVIII y el XIX, se dice que es la edad de oro de la novela, porque no había televisión, no había cine, pero sí había teatro. La forma que tenía la gente de saber de dónde venía, a dónde iba, o de dónde no venía y a dónde no iba a ir, nunca era leyendo y escribiendo. Esa jerarquía y esa posición privilegiada del oficio se ha perdido no porque haya sido derrotado, sino porque hay soportes audiovisuales mucho más inmediatos que de una manera más veloz te ayudan a tener una concepción y una comprensión del mundo. En muchos casos con una redacción y con una prosa mucho más infeliz. Pero también es cierto que, justamente por eso, la literatura, a mi juicio errónea, cada vez intenta parecerse a ese tipo de “realidad”. Nabokov siempre decía que realidad había que escribirla entre comillas. Cada vez hay más narradores y cada vez hay menos escritores a mi entender. No estoy en guerra con nadie, pero lo que sí me interesa, en el sentido más estricto del término, es la lucha por tener un estilo y acabar convirtiéndose uno en su propio género.
—¿Cuál es tu propio género?
—Son todos los escritores que a mí más me interesan y me interesaron siempre. Quiero decir, los escritores que te hacen pensar, cuando siento que la literatura escrita y leída me está dando algo que no me lo puede dar ni Netflix ni el cine ni TikTok ni ninguna otra polución o gadget que surja en cualquier momento. El estilo de los elementos es básicamente una apología del acto de la lectura. Su protagonista no quiere ser escritor porque también siente que, y esto es verdad, que cuando eres escritor ya lees de una manera como no leías cuando eras un lector puro, o como pueden leer los lectores que ni se les pasa por la cabeza ser escritores.
—Todos tus libros nos llevan al inicio: a Historia argentina.
—Me siento increíblemente privilegiado. Hay muchos escritores que no se reconocen en su primer libro con el correr de los años, incluso llegan a negarlo y deciden no reimprimirlo. Como bien escribió Ignacio Echeverría en el prólogo para la edición aumentada de Historia Argentina, está todo ahí. Todo lo que vino después, tal vez de una manera más ingenua, más juvenil, culpablemente inocente o inocentemente culpable, parte de ese libro de relatos. En el último relato, “La vocación literaria”, reescribo un episodio mío autobiográfico, una especie de seudosecuestro de mi juventud. Acaso es la versión condensada de El estilo de los elementos, en donde también hay muchos elementos autobiográficos. En ambos textos hay una puesta en escena de una determinada estética en cuanto a cómo tratar lo sucedido. Lo que ahora se llama autoficción, como si fuera una novedad cuando la literatura es desde el principio de los tiempos autoficción.
—Se señala que tu literatura es pop. Pero en realidad toda la literatura lo es.
—Jane Austen era una escritora pop a partir del momento que buena parte de los tramos claves de sus novelas transcurren en bailes con gente cambiándose de parejas y diciéndose cosas con música de la época. Ni hablar con Kerouac o Fitzgerald. Ahora estoy leyendo muchas novelas en inglés del XVIII y XIX. Hasta mediados del XIX, probablemente porque se leía mucho en Inglaterra el Quijote, incluso tradujeron a autores como Tobias Smollet, estaban ya todas las grandes jugadas de la vanguardia. Está el Tristram Shandy, el Sartor Resartus, el Tom Jones. Pero cuando sube la reina Victoria al poder, la literatura inglesa se vuelve más realista y con grandes modales, y no recupera el aliento vanguardista hasta principios del XX. Con esto te quiero decir que lo experimental y lo vanguardista están desde el principio absoluto de los tiempos.
—El reconocimiento y la fama están contigo desde el comienzo. Incluso saliste en la película Martín (Hache).
—Tampoco pretendo que se me recuerde por eso. Aunque me pagaron bien.
—Pero ¿cómo has hecho para no marearte cuando más de uno hoy se marea con poco?
—No he tenido todo ni tanto, pero no me quejo. Mi felicidad pasa mientras escribo. Me la paso básicamente rechazando viajes, festivales y mesas redondas. Primero porque me siento un poco impostor, segundo porque me parece que eso es más para los escritores jóvenes. Tengo 61 años y acabo de entregar otro libro. Yo estoy en los libros. Lo de Martín (Hache) fue casual porque Adolfo Aristarain había utilizado una parte de Esperanto para el principio de su película. No aspiro a lo broncineo y marmóreo. La literatura como carrera, como si fuera un video game, no me interesa. Eso nunca fue parte de mi fantasía. El escritor de ahora tiene una paleta y una posibilidad y un catálogo mucho más amplio de deseos. No me parece criticable, que cada cual haga lo quiera y sienta como quiera en la medida que sea auténtico. Lo que sí me parece mal es que los escritores viajen más de lo que escriben. Se portan como figuras oraculares. Para eso están los Rolling Stones, ¿no? Leo mucho y no veo nacionalidades de autores. Para mí solo existen solo existen los libros buenos y los libros malos.
—El estilo de los elementos es literatura del yo. ¿Por qué la autoficción de hoy es más mercado y menos literatura?
—El gran desafío es qué haces con tu experiencia propia y privada para intentar que esa experiencia sea una experiencia pública y universal en la cual puedan conectarse una cantidad de personas a las que no conoces.
—Se ha creado una ola con la autoficción. Que nos vendan a Knausgård como su faro mayor, es exagerado.
—Knausgård es como Proust sin estilo. Me parece respetable su éxito. Lo mismo que cuento en El estilo de los elementos, que me expulsaron del colegio y que mis padres no se enteraron durante dos años, escrito de una manera fidedigna y meramente testimonial, no creo que le pueda interesar a nadie. Si coges un libro de Faulkner y le quitas el estilo faulkneriano, solo quedan anécdotas de pueblo chico sureño. Lo que le debe importar a todo escritor es el estilo.
—En este punto de tu trayectoria, ¿cómo tomas cuando los críticos hablan de lo fresaniano?
—Lo tomo con pinzas. Pero si para alguien existe algo como lo fresaniano, no deja de ser un reconocimiento. De haber llegado a que lo mío no sea salingeriano, cheeveriano o nabokoviano, que sería como un elogio porque son escritores que me interesan, pero si para alguien lo mío ya es eso, es un elogio y también una advertencia para que segundos y terceros no sean fresanianos. Es un arma de doble filo. Yo puedo vivirlo como un reconocimiento, pero también puede ser leído como ¡no sean fresanianos, por favor, ya tenemos suficiente con este tipo!, lo cual está bien, no me quejo. Uno nunca empieza en uno mismo, pero terminar en uno mismo no está mal.