Los resultados del referéndum del domingo pasado provocaron tremenda algarabía en la mayor parte de la población. No era para menos: casi ocho de cada diez electores decidió votar en el sentido que había indicado el presidente Martín Vizcarra (que hasta ahorita debe estar que no cabe en su moqueguano pellejo de contento), propinando, de pasadita, doloroso puntapié en ya saben dónde a toda la clase política, especialmente a esa dupla que en la historia local de la infamia es conocida como “aprofujimorismo”. Mientras becerriles, múlderes y demás yerbas congresales se lamían la herida y se inventaban diabólicas conspiraciones para explicar lo que era tan fácilmente explicable (que la gente ya no los soporta un minuto más y que preferiría tener a Godzilla en el hemiciclo a ver a tanto impresentable disfrutando del sueldazo que les pagamos), en el otro bando, el vencedor, se olía un tufillo a soberbia que mareaba y las redes sociales hervían en alardes y gestos de menosprecio a la opinión de la minoría de peruanos que decidió votar a contracorriente. De hecho, al verlo, uno podía comprender un poco a los conservadores que acusan a los “caviares” de alucinarse el bastión de la superioridad moral, como si la ética y el respeto a las instituciones estuvieran asociadas solamente a una forma de ver el mundo y como si todo aquel que piensa diferente fuera, de inmediato, cómplice de las trapacerías de Alan García o los pitufeos financieros de Keiko Fujimori y sus respectivos cófrades. Pues no, queridos hermanos. El peruano conservador es tan peruano como el otro, ese que apoya a las minorías LGTB, el que cree en todas las libertades individuales (incluso la mía a escribir esta columna que, de seguro, no gustará a la mayor parte de mis amigos progres), y promueve el cambio en todos los territorios, tanto privados como públicos. Y ese peruano conservador puede ser tan ético como el caviar más pintadito, solo que ve las cosas de un modo diferente. Rolando Arellano, ese capo del análisis sociodemográfico, opina que justamente los sectores más progresistas se han olvidado de ese peruano que, sí pues, prefiere que el statu quo se mantenga porque teme que lo nuevo sea peor, que piensa que la pureza del cuerpo es una virtud y que sale a marchar junto a los fundamentalistas de Con mis hijos no te metas por su derecho a criar a su prole de acuerdo a sus propias reglas. ¿Son malos per se? De ninguna manera. Y no, querido lector, no comience a convulsionar: yo estoy lejísimos de esas banderas, pero -tal vez sea el espíritu navideño- esta vez me provoca echar una mirada empática a esa otra porción de nuestra ciudadanía y no descalificarla porque sí, ni en sus gustos ni en sus (a menudo justificables) temores. ¿Qué derecho tengo yo, por ejemplo, a llamar “televisión chatarra” a aquella que ve la mayoría? ¿Quién me alucino para exigir que vean Netflix y no Esto es guerra? ¿Qué dictadorzuelo habita en mí para pretender imponer mis conceptos de lo ético a quienes tienen una ética diferente? Tal vez ahí esté la clave de por qué la izquierda peruana nunca ha prendido en ese segmento de la ciudadanía cuyos gustos y temores ha subestimado siempre y a la que ha querido “salvar” de sí misma, como si ver la vida por otra cerradura te convirtiera en un reaccionario irrecuperable para la democracia y para la convivencia civilizada. Somos un país polarizado (sí, ya sé, es un cliché) al punto que nos vemos como enemigos, cuando en el fondo probablemente nos parecemos más de lo que quisiéramos admitir. El peruano que piensa que Fujimori salvó al país, que fue el mejor presidente de la historia, y desconfía de todo aquel que lo cuestione y de todo lo que este pueda pensar sobre cualquier cosa en el mundo; ese peruano suele ser conservador en todo (ultracatólico o evangélico, a veces rozando el fundamentalismo) y prefiere ignorar a la minorías sexuales. Su héroe intelectual es Aldo Mariátegui y el demonio a combatir, obvio, todo el que impulsa las libertades. Es el que le cree a El Comercio cuando acusa a Susana Villarán, Humala o Toledo, pero lo tacha de pasquín si echa en cancha a Keiko o García. Pero es que tampoco los del otro lado son unas joyitas. Normalmente creen que los que quienes piensan distinto son unos imbéciles y han acuñado aquello de la Derecha Bruta y Achorada para calificar su opción política. Según el análisis Gestalt, una personalidad polarizada está compuesta por dos lados que se repelen entre sí, que tienen cada uno una lectura parcial de la realidad, que son incapaces de conversar, pero que necesitan del otro para integrarse. Cada lado se esfuerza en no parecerse al que es diferente, al que consideran inferior, pero si fueran capaces de dialogar aprenderían muchísimo de su opuesto. Y las polaridades también pueden darse en colectividades como la nuestra, forjadas a partir de la fractura, de la negación del otro, de la guerra interna, de la escisión y del desprecio al diferente, sea cholo, blanco, puritano, hetero, gay, rico o pobre. ¿Qué tal si inauguráramos la nueva era post referéndum comprendiendo y tolerando más al peruano que no piensa como uno? Mejor aún: tratando de entender un poquito sus razones y esforzándonos por aprender algo de él. Total, no es de otra especie.