Por: Laura Galdeano. Libertad Digital
Ernest Hemingway figura entre los nombres imprescindibles de la literatura del siglo XX. Su habilidad para contar historias bebía de sus propias inquietudes e infinitas experiencias, vividas como espía, reportero de guerra o soldado. Presenció varios conflictos europeos, disfrutó de la vida pausada en Cuba, mató leones en África, se casó cuatro veces y sobrevivió a dos accidentes aéreos, episodios que cimentaron algunas de sus novelas más alabadas. Su ingenio y su talento, sin embargo, quedaban enmascarados en su papel de persona y esposo. Las sombras se intensifican. Es conocida su afición al alcohol o su carácter irritable, inestable y proclive a la depresión.
El Hemingway más íntimo queda retratado en su correspondencia personal y la de sus allegados. Las últimas cartas del norteamericano en salir a la luz han sido las incorporadas a la Biblioteca Presidencial de la Fundación John F. Kennedy, fechadas entre 1953 y 1960, entre las que se hallan las intercambiadas con Adriana Ivancich, una joven de 18 años de la alta sociedad veneciana, de la que se enamoró desde el primer instante. La visión de la chica le golpeó “como un rayo”. Esas cartas son la espina dorsal de Hemingway en otoño (Hatari), de Andrea di Robilant, un libro que narra cómo el escritor, que contaba con casi 50 años y acumulaba una década de sequía literaria, disfrutó de la compañía de esta joven que removió su creatividad literaria.
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Este libro nos presenta a Hemingway en varias etapas de su vida, pero principalmente los años en los que estaba casado con su cuarta esposa. En 1944, conoció a Mary Welsh, reportera de Time Life, que por entonces estaba casada con un periodista australiano que cubría la guerra. Inteligente, con gran proyección profesional, cayó rendida al autor de Por quién doblan las campanas y dejó todo para acompañarle a Cuba, donde vivieron varios años.
Hemingway y Mary, irónicamente, viajaban por Italia para reactivar su matrimonio cuando conoció, durante una cacería de patos en Venecia, a Adriana, una adolescente “de pelo como el azabache, preciosos ojos negros y fi gura grácil y juvenil”. No dominaba el inglés, le costaba seguir las conversaciones del famoso escritor, pero aun así hubo una conexión mutua. “Desde que Adriana había subido al Buick el día anterior, a Hemingway le costaba cada vez más resistirse a su belleza joven y seductora”. (pág. 69). Resulta apabullante cómo el autor se deshace en atenciones hacia una joven que ni es tan despierta ni perspicaz como cabría esperar de alguien que atrajese de esa forma a una personalidad como Hemingway.
La ambigua relación, con los límites entre el amor platónico y el carnal poco delimitados, fue un fructífero estímulo para Hemingway. El único consuelo que encontraba en la ausencia de Adriana –que se dirigía a él como “señor papá”– era la escritura. “La energía que sentía en su obra y también en su vida cotidiana fluía directamente de Adriana”, escribe Di Robilant. Estaba obsesionada con ella y su presencia evocaba al mejor escritor. Le llegó a prometer un libro solo para ella. Mientras, su mujer era una mera espectadora.
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Junto a ella físicamente –obnubilado por su recuerdo–, escribió Al otro lado del río y entre los árboles (1950) –en el que Adriana inspiró el personaje de Renata– y El viejo y el mar, galardonada en 1953 con el Pulitzer. Un año más tarde, fue reconocido con el Nobel de Literatura. También buena parte de París era una fi esta y avanzó en dos novelas publicadas de forma póstuma: Islas en el golfo y El jardín del Edén.
La intensa relación tuvo su fin con una carta en abril de 1956 en la que Adriana avisa a Hemingway de que no podrán volver a escribirse porque así lo desea su prometido. “Quiero que seas feliz y nunca pienses en mí y te cases con el mejor hombre del mundo. Haría falta cirugía mayor para curarme del amor que siento por ti”. (pág. 208).
Andrea di Robilant conoció personalmente a Adriana pasados muchos años. Halló una mujer sin vida, apagada, que luchaba contra la depresión. El retrato que hace Di Robilant de Hemingway es de un tipo a veces dócil, normalmente desagradable con los más cercanos. El autor de Hemingway en otoño consigue que este recorrido por la vida del nobel sea a la vez un fascinante descubrimiento de los entresijos de las novelas y del proceso de escritura de Ernest. El engranaje editorial se asoma entre este romance. Desfilan editores, traductores y otros escritores.
Además, es una suerte de diario de viaje por Génova, Cortina, Venecia, Cuba o Madrid, con sus visitas al Prado (“descubrí que llevaba los cuadros del Prado en el corazón y la cabeza como si los tuviese en mi propia casa, y ahora he renovado mi posesión sobre ellos hasta que muera”), sus noches con Ava Gadner y sus impresiones de la feria de San Isidro.
Hemingway trató el suicidio en sus obras y, precisamente, acabó con su vida en julio de 1961, un acto que, sin embargo, resulta contradictorio pues, como recordó García Márquez, en la ficción de Hemingway esa era la opción de los cobardes: “El escritor murió como el más corriente de sus personajes, y principalmente para sus propios personajes”. Adriana y Mary tomaron idéntica decisión.