Fotos Nicolás Vera
Eran las 3:23 de la tarde del 31 de mayo de 1970. La gente en Huaraz, Yungay, Ranrahirca, se acomodaba en sus sillas y sillones para ver el partido inaugural del Mundial de México 70 en el que Perú, dos días después, jugaría con la selección de Bulgaria. Todo era alegría. De pronto se escuchó un ruido de cataclismo y tembló la tierra. Un terremoto de magnitud 7.8 sacudió la región norte del Perú, especialmente el departamento de Áncash.
En 45 segundos, Huaraz quedó en ruinas, totalmente destruida. Las casas se desplomaron sobre sí misma y hacia la calle, de modo que unos murieron dentro de sus casa y otros en el intento de huir.
El día oscureció, era el fin del mundo. La polvareda no solo cubrió toda la ciudad sino también se elevó a miles de metros que hizo imposible el aterrizaje de aviones para prestar ayuda.
Pero la desgracia estaba por todos los lados. La ciudad de Yungay había sido sepultada en lodo por el aluvión causado por el bloque de hielo que se desprendió del Huascarán. El aluvión desarrolló una velocidad entre 200 y 500 kilómetros por hora. De la ciudad de Ranrahirca, no quedó rastro alguno.
El terremoto había causado cerca de 70 mil muertos, 20 mil desaparecidos y 145 mil heridos. Así, los habitantes de esas ciudades pasaron, en segundos, literalmente, del cielo al infierno.
Julio Sotomayor Carranza, Javien León León y Alfonso Carranza La Torre, sobrevivieron para contarlo.
Julio Sotomayor Carranza, que ahora trabaja en Banco Central de Reserva del Perú, recuerda que ese día ingresó a la habitación de su mamá Violeta Carranza, quien, a esa hora, como era maestra de escuela, estaba corrigiendo exámenes. Para no interrumpirla, Julio, que entonces tenía 10 años, se echó a su cama y se quedó dormido.
El temblor y el bramido del mundo lo despertó. Miró a su alrededor y su madre no estaba. De un salto, se puso de pie y corrió, pero en vez de dirigirse a la calle, se adentró a la casa, por un estrecho pasadizo, hacia la cocina (hasta ahora no se explica por qué optó ir hacia adentro). A medio camino, corriendo en dirección contraria, se encontró con Rosa García, la señora que cocinaba en su casa. En sus brazos cargaba a su pequeña hija.
“En ese momento, ella me abraza. Cuando yo miro hacia adelante, hacia donde yo iba, vi que el derrumbe lo cerraba todo. Vuelvo los ojos hacia atrás, hacia donde iba Rosa, ocurría lo mismo. Quedamos atrapados en medio del corredor”, narra Sotomayor.
La tierra seguía temblando. Rosa empezó apretarse con los pequeños para protegerlos con su cuerpo.
“Abrazado a Rosa, miro hacia arriba y, a pesar del polvo, descubro que las paredes del corredor crujen y poco a poco se van juntando. Rosa también se da cuenta y se encorva más. Y de pronto todo oscurece. Me doy cuenta que hemos quedamos atrapados en un pequeño triángulo formado por las paredes”, rememora Julio.
Allí, más apretados todavía, Rosa les responde con voz apagada a Julio, pero cada vez con menos fuerza, hasta no contestarle nada.
“Yo estaba asustado. Y también me callé -cuenta Sotomayor-. Así permanecí durante horas, aferrado a Rosa. Pero en un momento, por la asfixia del polvo, sentí mucha sed. Quería agua. Libré mi brazo y le toqué el rostro a Rosa y estaba frío. No sé por qué no pensé nada, pero recuerdo que le metía el dedo a su boca para tomarme su saliva”.
Después se dio cuenta de que Rosa estaba muerta. Al cerrarse las paredes, se había desprendido un bloque grande del techo y le había golpeado la cabeza.
Durante las tareas de rescate, fue descubierto por su hermano. Lo llegaron extraer de ese triángulo oscuro a las 3 de la mañana. Él y la hija de Rosa García sobrevivieron.
Julio Sotomayor perdió a sus padres en el terremoto. Su madre, que era muy nerviosa, apenas tembló la tierra, corrió hacia la calle en busca de su esposo. Su padre Abdías estaba a cuadras de su casa, leía un periódico dentro de su carro. Al iniciarse el terremoto, salió en busca de su familia.
“Se llegaron a encontrar cerca de la casa, al pie de una pared de una huerta. Una pared en realidad nada gruesa, ridícula, pero se desplomó sobre ellos y los mató. Es como que se encontraron para morir juntos”, comenta Sotomayor.
Cuenta que su hermana Elba encontró a su padre en agonía. Escarbando, al intentar sacarlo porque estaba semienterrado, descubre una cabellera. Era de su madre, que había muerto instantáneamente.
Julio Sotomayor fue evacuado en helicóptero de Huaraz hacia Chimbote y de allí, en avión, a un hospital de Lima. Cuando llegó al aeropuerto, un reportero gráfico lo retrató. Esa foto sirvió después para una campaña en solidaridad con los niños huérfanos del terremoto.
Julio Sotomayor
Javier León León, ahora director del Centro Cultural de Yungay, tomó su chompa para salir con sus amigos como casi nunca lo habia hecho. Ahora él piensa que eso fue premonitorio, porque sería el único abrigo durantes los 10 días que permaneció aislado a causa del aluvión que sepultó a Yungay. Como muchachos que eran, fueron a pasear detrás del cementerio, donde existen un rocas gigantes. Estaban allí cuando de pronto se escuchó un ruido sordo y empezó a temblar la tierra. Era el terremoto.
“Vimos que bajaba una nube negra desde el Huascarán y se acercaba a la ciudad. Teníamos incertidumbre sobre qué hacer, si volver a nuestras casas o volver a donde habíamos estado, ya que era una zona alta, supuestamente segura, para evadir el alud. Decidimos quedarnos ahí”, Cuenta Javier León.
El ruido crecía en la medida que el alud se acercaba más hacia la ciudad. De miedo, se cubrieron la cabeza para protegerse y se quedaron inmóviles. Así permanecieron un rato, hasta que pasó el aluvión.
“Cuando nos descubrimos la cara, lo único que vimos, los campos que estaban llenos de cultivo, incluso, casas, estaban cubierto por una gruesa capa de lodo. No sabíamos que hacer, habíamos quedado rodeados por el lodo por lo que no podíamos ir hacia ningún lado. Otras personas que estaban en la zona, llegaron a donde estábamos, nos juntamos y decidimos quedarnos en el lugar hasta el día siguiente”, narra Javier León.
El aluvión en realidad había desaparecido a Yungay. De la ciudad solo quedaba las copas de las palmeras de la plaza de armas. Veinte mil almas habían quedado bajo el lodo.
Terremoto en Yungay.
Alfonso Carranza de La Torre, contador de profesión, recuerda que entonces tenía 9 años de edad. Ese día se fue al “Cine Huaraz” solo. Su hermano mayor, dos años más que él, le iba a dar alcance.
“Cuando estuve dentro del cine, se escucho un fuerte ruido. No sabíamos de qué, pero de pronto se empezó a mover la tierra, tanto que no podíamos caminar. Corrimos hacia la puerta y en el camino, me encontré con mi hermano. Quisimos salir, pero vimos que tejas y vidrios caía afuera. Nos quedamos dentro del cine”, cuenta Carranza La Torre.
Estaban así, esperando que dejen de caer cosas para salir, cuando bajo sus pies empezó abrirse una grieta profunda, en la que cayeron junto a otros, entre ellos dos niñas hermanas.
“Allí, en el hoyo, quedamos semienterrados y lleno de polvo. Seguía temblando la tierra cuando de pronto se desplomó el techo sobre nosotros. Pero ocurrió un milagro, una viga de madera gruesa cayó de largo, a manera de techo, sobre el hoyo. Quedamos atrapados, pero salvados por esa viga”, narra Alfonso Carranza.
Allí, dentro, buscaban dirigirse hacia donde se veía luz, pero no podía, estaban enterrados hasta los muslos y era inútil moverse. Escuchaban voces lejanas de afuera y también quejidos y la fuerza que hacían las niñas para respirar.
Sobre ese falso techo, sentían el pisoteo y las carreras de la gente que buscaban a sus familiares. Ellos se habían cansado de gritar, pero de pronto Alfonso Carranza escuchó su nombre. Era su otro hermano que los estaban buscando. En ese instante también el padre de las niñas, que era ingeniero, llegó al lugar.
“El señor empezó a escarbar para rescatar a sus hijas, y las pudo sacar, pero ya era demasiado tarde. Ellas murieron asfixiadas por el polvo”, dice Carranza.
Alfonso Carranza
Después de un arduo trabajo, él y su hermano son rescatados.
“Como teníamos sed, nos invitaron gaseosa, pero mi hermano no podía tomar. Tenía dificultades también para respirar. Cuando le abrieron la boca, la garganta la tenía atascada de polvo y barro. También su nariz. Lo auxiliaron de inmediato y pudo salvarse", refiere.
Como no había casa en pie, además se temían a las replicas, fueron llevados a la plazuela Belén, al frente de su casa. Allí permanecieron hasta el amanecer. Tenía la fortuna de que no perdió a sus padres y hermanos.
“Durante la noche y la madrugada, en la oscuridad, se escuchaba que la gente llamaba a sus familiares. También se escuchaba a los heridos quejarse, pero hasta cierta hora, por que después, casi al amanecer, todo quedó el silencio. Los heridos habían muerto”, Cuenta Alfonso Carranza.
Así fue el terremoto del 31 de mayo de 1970. Se llevó la vida de 70 mil habitantes. Una tragedia que nunca acabará de contarse.
Terremoto en Yungay.