Cuando preguntan por Sergio Pitol: “Trilogía de la memoria”
El extraordinario escritor mexicano dejó una imprescindible obra en ficción y no ficción. En ambas parcelas, una sola actitud: ver la vida mediante los libros.

El último fin de semana, estuve hablando con algunos amigos que estaban de paso por Lima. Como son escritores y, en especial, grandes lectores, los tópicos de los que hablábamos eran, en su mayoría, literarios. Hasta que uno de ellos me preguntó qué me gustaba más del escritor mexicano (1933-2018), de quien he escrito más de una vez. Pitol remueve cosas en uno, las cuales quiero compartir.
Sergio Pitol, como autor, tenía dos facetas. La vista, en ficción y en ensayo; y la escondida (o no muy conocida), su labor como traductor de autores centroeuropeos.
En esta segunda faceta, considero que a Pitol le debemos más de lo que podríamos suponer. Gracias a sus traducciones, pudimos acceder a un magisterio, a una suerte de amable formación que nos permitió conocer a autores polacos (Brandys, Andrzejewsky), ingleses (Firbank, Ackerley) húngaros (Dery), italianos (Berto, Malerba, Vittorini) y rusos (Pilniak), es decir, nos llevó a una tradición paralela a la ya conocida. Si una cualidad podemos destacar de estas traducciones, es que reflejan una amabilidad y sensibilidad con el lector. Cuando Pitol traducía, éramos partícipes de su mérito: no se podía percibir su impronta y nos sumergía en la experiencia del estilo y asunto del autor abordado. No es poca cosa lo consignado, esta apuesta por la transparencia o, en todo caso, por la mimetización con la voz ajena, nos brindó una de las señas que lo identificaron como escritor y, seguramente, también como persona.
Pitol fue un extraordinario escritor. Pero me quedo con el Pitol ensayista y memorialista. Antes de leerlo en este terruño ajeno a la ficción, confieso que no me sentí conectado con su poética. Había una barrera, especie de cortina gris, que impedía que me gustara su ficción, lo que no quería decir que esta fuera mala. Sencillamente, no había radiación. Bien lo señaló Ribeyro cuando decía que hay autores a los que debemos leer en nuestro momento. En este sentido, reservo mi reencuentro con el Pitol de ficción, mi deuda pendiente.
Mi experiencia con el mexicano cambió radicalmente cuando en noviembre de 2004 me regalaron por mi cumpleaños El viaje. Gracias a esta publicación se cimentó mi interés por el diario, pero no aquel dependiente del recuento, sino el fundamentado en la frontera entre la memoria y la emoción que generan los libros leídos. Me quedó claro que Pitol era de las personas que decidieron ver la vida por medio de sus escritores predilectos. No llevo la cuenta de las veces que he releído este título. Cuando el lector queda sorprendido tras una lectura, te guareces de posibles decepciones que leas del autor más adelante, te armas de esas páginas que definieron tu experiencia con él. Con estos cuidados, fui tras la búsqueda de sus libros de ensayos y memorias, y en este periplo recibí genuinos ladrillazos en la cabeza, como El arte de la fuga, que sin duda posiciono entre los textos capaces de reconfigurar la visión de la vida de las personas. Aquí nos enfrentamos a un Pitol en total estado de gracia, hablando de sí mismo para contarnos de sus amigos y de su relación con la lectura, transmitiendo con naturalidad, sin necesidad de efectismos.
Tanto en El viaje y El arte de la fuga me dejaron la certeza de que estábamos ante un ser humano generoso, el hombre que se sabe que es un grande de las letras hispanoamericanas, pero al que no le interesa imponerse como tal con la anécdota imbécil y el disfuerzo histriónico. Pitol compartía conocimiento y el lector abandonaba sus páginas con la única intención de leer todo lo que él había leído. Pero la experiencia con su literatura creció con El mago de Viena, toda una bestialidad que a uno lo hizo cambiar de condición, pasando del fanático al hincha dispuesto a defenderlo de quienes no compartían entusiasmo con esta poética alimentada de transgresión genérica.
Un ejemplo: “Yo adoro a los excéntricos. Los he detectado desde la adolescencia y desde entonces son mis compañeros. Hay algunas literaturas en donde abundan: la rusa, la irlandesa, la rusa, la polaca, también la hispanoamericana. En sus novelas todos los protagonistas son excéntricos como lo son sus autores. Laurence Sterne, William Beckford, Jonathan Swift, Nikolái Gógol, Tomasso Landolfi, Carlos Emilio Gadda, Witold Gombrowicz, Bruno Schulz, Stanislaw Witkiewicz, Franz Kafka, Ronald Firbank, Samuel Beckett, Ramón del Valle-Inclán, Virgilio Piñera, Thomas Bernhard, Augusto Monterroso, Flann O´Brien, Raymond Roussel, Marcel Schwob, Mario Bellatin, César Aira, Enrique Vila-Matas son excéntricos ejemplares, como todos y cada uno de los personajes que habitan sus libros, y por ende las historias son diferentes de los demás”.
Párrafos como este encontramos en las páginas que cierran el proyecto Trilogía de la memoria, título que abarca los tres libros consignados. Nos enfrentamos ante la sencillez que Pitol admira, es por eso que el lector no demora en sentirse identificado con esta admiración que se percibe auténtica.
Es momento de prestar atención a su protagonismo como lector, en donde las situaciones como el tomar una taza de café, el anote en una libretita y el subrayado al margen se visten de revelación y perdurabilidad. Busquen Trilogía de la memoria. Es un libro que queda y que suma en estos tiempos de novedades olvidables y de inútiles carreras por la fama literaria. En librerías y plataformas.


















