El legado de Hunter S. Thompson
En febrero de este 2025, se cumplieron 20 años de la muerte de Hunter S. Thompson. Excesos de lado, Thompson dejó una enseñanza esencial para la práctica del periodismo: nunca dejar de denunciar.

A estas alturas, no conocer la obra y vida de Hunter S. Thompson es imperdonable. Thompson fue en vida, y lo es aún más desde su muerte en febrero de 2005, una leyenda. En él se acrisolan lo que no pocos de nosotros (escritores y periodistas) anhelamos, sin declararlo, hacer: fundar un estilo propio; el suyo: inconfundible en la poesía de su aparente desorden, como lo fue el periodismo gonzo: es decir, escribir e informar desde la absoluta experiencia personal.
Todo empieza en el año 1967, en Estados Unidos, cuando el joven Jann Venner decide fundar una revista que rompa con los esquemas y códigos, con espíritu de Xanax, que los diarios y revistas de la época exhibían. Es así que, en el segundo piso de un viejo edificio de San Francisco, el joven Venner fundó la mítica Rolling Stone. El factor que contribuyó al meteórico auge de esta revista fue que Venner pagaba muy bien a sus colaboradores, lo cual superaba en cuantía a lo que cualquier periodista podía ganar en el New York Times, el Washington Post, Squire, etcétera. Nunca se ha llegado a saber de dónde Venner conseguía el dinero con el que remuneraba a las jóvenes plumas más renombradas de Estados Unidos, quienes escribían no pocas veces lo que querían y principalmente lo que Venner les mandaba a hacer. Por su nombre, la revista parecía estar destinada únicamente a relatar los vaivenes de la música rock del momento (en realidad, RS solo llegó a consignar los últimos años de la mejor etapa de la historia del rock: fines de los 60 e inicios de los 70), pero no, Venner percibió que la situación social, tan alterada por la guerra de Vietnam, debía cubrirse de la misma manera como cubrían los conciertos y reseñaban los álbumes de MC5, The Rolling Stones, Creem, The Who, The Beatles y Black Sabbath. Ergo: RS no dejaría de dar cuenta de la política norteamericana y de cualquier hecho relacionado con los negociados entre el gobierno norteamericano y los círculos de poder, en su mayoría representados por la industria química y nuclear.
En sus primeros años, RS tuvo colaboradores de la talla de Tom Wolfe, Joe Eszterhas, Ken Kesey, David Frickie, Robert Palmer, Lawrence Wright y Hunter S. Thompson. Algunos llegaron a destacar en la literatura; otros en el cine, como Cameron Crowe (el director de Casi famosos del 2000) y Eszterhas (guionista de Flashdance de 1983).
De los que escribieron para RS, el que tuvo una mayor repercusión mediática fue Thompson. A diferencia de los otros colaboradores, él se hacía notar por sus excesos plasmados en reportajes y crónicas, llevando a Venner y a la legión de lectores de la revista a preguntarse ¿cuál era la noticia: o las fiestas interminables del joven periodista o el tema que supuestamente debía cubrir? Su nombre empezó a retumbar con mayor fuerza cuando fue a Las Vegas a cubrir un olvidable evento de motociclismo, pero el objetivo del trabajo encomendado por Venner cambió cuando se topa con el Congreso Policial sobre Narcóticos. Para aquel entonces, Thompson había escrito crónicas de temas tan disímiles como la política y los deportes. En su escritura se dejaba notar una ambivalencia que coqueteaba entre lo subjetivo y objetivo, y no pocas veces había sido amenazado por Venner con despedirlo de RS por no cumplir con las reglas del periodismo, empero, había una soltura de nervio y desfachatez en lo que escribía, que fue a final de cuentas lo que lo mantuvo como parte de la planilla de cronistas de la revista. Pues bien, estando en Las Vegas mandaba entregas a través del Mocho, hoy en día un eslabón perdido de lo que se conoció como fax. Estos reportes estaban escritos bajo un apetecible desorden poético (no confundir con escritura automática), los correctores de la revista los editaban sin cambiar lo ya señalado líneas arriba: la soltura y desfachatez.
Miedo y asco en Las Vegas se publicó en noviembre de 1971. Cuando las cosas parecían ubicar al cronista en la sección Política Nacional de la revista, decidió juntar lo editado y lo borrado sobre su experiencia de meses atrás en Las Vegas para darle forma de novela autobiográfica (los interesados pueden ver la adaptación que hizo Terry Gilliam en 1998).
Miedo y asco en Las Vegas significó muchísimo para lo que vendría después para la no ficción, en especial para la crónica. Tres libros capitales para entender esta vertiente la comprenden A sangre fría (1965) de Truman Capote, Ponche de ácido lisérgico (1968) de Tom Wolfe y La canción del verdugo (1979) de Norman Mailer. Basta ver el arco temporal para deducir que algo se estaba cocinando en cuanto a una nueva manera de narrar en periodismo, la cual recogía mucho de las técnicas de la novela. Aunque vale aclarar que no era la primera vez que se hacía esto, pero sí era la primera vez en que se contaba con una seguidilla de títulos que el tiempo se encargaría de catalogar de imprescindibles.
A excepción de la novela autobiográfica de Thompson, los títulos de Capote y Mailer tenían la peculiaridad de transmitir en la sensación del lector el arduo trabajo reporteril. La manía en busca del dato escarbando en lo más hondo del tópico era más que evidente y no es de extrañar que estos libros hayan tomado años en escribirse, a diferencia del de Thompson, cuyo armado de la estructura de su novela autobiográfica le demandó no más tres semanas, dándose tiempo para practicar en los basureros tiro al blanco con las ratas, beber harto mezcal y consumiendo toda clase de drogas. La historia de la redacción de este libro es igualmente parte de la leyenda del gonzo.

"Miedo y asco en Las Vegas" (1971).
Desde su salida, muchos aspirantes a periodistas empezaron a tener a Mister Thompson como paradigma de sus peripecias personales. Por ello, no es de extrañar que la gonzomanía haya estado presente en las crónicas que se escribían por aquellos años en las revistas semanales de Estados Unidos. La onda tuvo su etapa de apogeo, pero esta fue tan fugaz como cuando se consume un cigarrillo barato. Cuando se leían esas crónicas, las asociaciones al autor de Los ángeles del infierno (1967) y La gran caza del tiburón (1979) eran más que cantadas. La fórmula era conocida: cronista-hecho-cronista. Pese a lo absurdo que era continuar en ese sendero, se seguía imitando al suicida, y siempre con desastrosos resultados. El motivo de estos continuos fracasos no estaba en lo baladí que significa reflejar en papel lo que el escriba de turno tanto quería plasmar, sino en el hecho de que, tal y como sucede con los grandes, esa manera de contar sin respeto por las reglas de la sintaxis, en la que por sobre todo importaba el voltaje lírico de la calle, yacía en que la narrativa gonzo solo era propiedad de su autor. En otras palabras, un gran maestro del periodismo sin escuela que dejar.
Todos sus imitadores pueden ser tranquilamente catalogados de farsantes, porque eran incapaces de entender la esencia de la poética gonzo: el espíritu de denuncia. Porque si algo tenemos que reconocerle a este desequilibrado escritor es precisamente el decir las cosas tal y como eran sin que le importara la reacción de los poderes de turno. Esa mirada subjetiva le generó a Thompson más de un problema en vida, ya que su tópico principal era nada más y nada menos que la política. Todos los presidentes estadounidenses que tuvieron la oportunidad de leerlo, sabían bien que cada vez que él los criticaba tocaba carne viva, los azotaba en la herida misma, como carbón caliente en la llaga.
Hunter Thompson murió en su rancho de Woody Creek en Colorado, el 20 de febrero del 2005. Tenía 67 años. La noticia oficial indica que se suicidó, pero asimismo circula esta versión: que fue asesinado por la CIA.
Basta leer cualquier o revisar cualquier artículo suyo, como para tener la película clara: las críticas de Thompson a la política norteamericana estaban lejos de ser constructivas. La ridiculización y la bajeza fueron los componentes que le sirvieron para dejar muy mal parados a presidentes como Richard Nixon, Jimmy Carter, Ronald Reegan y George Bush (padre e hijo).
Thompson fue uno de los primeros en afirmar que la intención del gobierno norteamericano no era otra que llevar a como dé lugar una guerra en Medio Oriente. Sus artículos al respecto denotaban no solo la alerta, sino del mismo modo la logística nada santa de la CIA.
A finales del año 2004, Thompson publicó una serie de artículos (en RS, ESPN, Esquire y Playboy) que arremetían contra la mentira de Bush hijo y la guerra de Irak. Estos eran mucho más sarcásticos que antes, y como buen periodista con contactos, llegó a fungir de asesor de guerra en no pocos medios que criticaban la ambición de petróleo por parte del gobierno gringo, el cual aseguraba que en Irak había armas de destrucción masiva.
Thompson no tenía ninguna razón para matarse, siempre fue de esa clase de escritores que no arrastraban problemas con el “bloqueo creativo”. De haber querido matarse, lo hubiera hecho una o dos décadas atrás, en aquellos años en los que sus acciones reflejaban un fortísimo espíritu tanático.
La literatura de Thompson enseña no a nivel de escritura, sino a nivel de actitud. Lo suyo nunca dejó de ser la denuncia y, al igual que sus compañeros generacionales o de oficio, sentía el periodismo como un mandato moral, como si este fuera un servicio y no un autoservicio.
Se deduce que el exceso vital no llevará a ningún escritor a la calidad literaria. Eso es un mito. Y eso lo sabía muy bien Hunter Thompson. Si es considerado un referente, se debe a que nunca iba a quedarse callado ante lo que consideraba un hecho injusto. Eso es periodismo.













