Recordando a Tilsa
Memorias. En exclusiva, los amigos más cercanos de la artista peruana Tilsa Tsuchiya recuerdan a su amiga.
Para homenajear a Tilsa Tsuchiya, me reuní con sus amigos más cercanos a conversar sobre la artista. Las historias son muchas para un solo artículo, pero las iremos sacando los próximos días. Hoy compartiremos algunas anécdotas que ellos recuerdan
Alfonso Castrillón
Alfonso Castrillón. Historiador y crítico de arte amigo. Foto: difusión
“Conocí a Tilsa a raíz de su premio Tecnoquímica. Le dieron el premio e hicieron la exposición en el Museo de Arte Italiano, en toda la Sala Grande. Luego fue a mi casa. Yo vivía en La Molina y solía recibir a amigos los domingos. Una vez llegó Tilsa con Bruno Zeppilli. Estuvimos conversando. Era muy simpática siempre, muy sociable, pero muy misteriosa también. Ese día, ella se presentó con una botella de whisky, de los más refinados, un whisky carísimo, una botellota enorme. Todos nos sorprendimos, pero creo que ella no era muy consciente del precio ya que ella no bebía. Era muy sociable, muy charma, muy encantadora. Se batía muy bien en los medios sociales, pero siempre con esa timidez que la caracterizaba.
Pienso que la obra de Tilsa tiene mucha importancia considerando que, en una época en que se trabajaba siempre mirando las escuelas europeas —a los últimos fogonazos—, ella propone una iconografía completamente nueva, muy pegada a sus vivencias. Crea, por ejemplo, figuras interesantes como las mujeres —hombres no— sin brazos. Siempre esos personajes mancantes, a los que les falta algo: la mitad de la cabeza y los brazos sobre todo.
Hay una idea de que la naturaleza es imperfecta, pero se redime a través de la belleza. Quizás eso te pueda dar una idea de lo que era ella en ese momento. Y luego que, como buena oriental o descendiente de orientales, trabaja con una técnica muy delicada, de pinceladas cortitas, reverberantes, sus fondos, sus soles. Se trata de una manera de pintar diferente del trazo de los pintores peruanos en ese momento.
Entonces, en dos cosas se distingue Tilsa. Primero: una iconografía diferente —nada de incaísmos, sino algo muy propio de ella—, de esos personajes mancantes, esos personajes que les falta algo desde el punto de vista físico, de su anatomía. Pero quizá eso signifique que, si la anatomía no cuenta tanto para ella, lo que cuenta es el espíritu, ¿no? El espíritu de un personaje al que le falta algo, le manca algo. Yo pienso que uno ve esa espiritualidad en las obras de Tilsa”.
Lorenzo Osores
“La conocí a través de una amiga mía, Mercedes Ibáñez, una escritora. Ella la había conocido por una exposición en Sacramento, en donde ella vivía. Nos encontramos en Lima y me dijo que iba a visitar a Tilsa y me ofreció conocerla. Acepté encantado y la conocí. Nos hicimos muy amigos. Comencé a frecuentarla y le conté que yo tenía un amigo que era nikkei como ella, que tenía las mismas particularidades: el padre era japonés y se había casado con peruana luego de venirse, algo muy similar a lo que le había pasado al padre de Tilsa, que vino a Lima y se casó con una señora Castillo, una huaracina. Tenían una semejanza biográfica. Él era un gran poeta.
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Desde el primer día que conocimos directamente la obra de Tilsa, José Watanabe y yo tuvimos la certeza de que era el punto más alto de la pintura peruana. Supimos que estábamos frente a un ser excepcional que, además de talento, irradiaba inteligencia, finura de espíritu, amistad y generosidad. Esa feliz circunstancia, esa gratísima experiencia, José la narra con gran sentido del humor y libertad:
«Visité la exposición con mi amigo Lorenzo Osores, con quien solía practicar en las galerías el sarcasmo y la petulancia, gozo de juventud que no pudimos ejercer frente a los cuadros de Tilsa. Suspendidos de golpe nuestros humos, decidimos hacer una audacia que el espíritu de esos años nos permitía: ir de inmediato a conocer a la pintora. Todos estábamos para todos y el presente era perpetuo».
Fue así como conocimos a Tilsa Tsuchiya e hicimos una hermosa amistad que lindaba con lo real maravilloso. Los tres éramos inseparables y me acuerdo que una noche en una de las calles de la avenida Floral donde vivía Tilsa, vimos una rata caminando por el aire.
José, haciendo alarde de positivismo nos advirtió que la total obscuridad nos impedía ver el plomizo cable que unía los postes de luz.
A pesar de su ascendencia, José solo había visto una película japonesa, Yojimbo el bravo. En cambio, nuestra gran amiga Tilsa conocía muchísimo de cine japonés. Por ella nos enteramos de que Ugetsu Monogatari, una película que solo habíamos escuchado en boca de los eruditos en cine, iba a ser estrenada en Lima. Tilsa, muy seria, nos amenazó con quitarnos su amistad si dejábamos de verla. Como nosotros no queríamos perder a nuestra querida y admirada Tilsa, fuimos a verla. Deslumbrados por la bella película de Kenzi Mizoguchi, hicimos un estricto seguimiento del cine japonés. Gracias a Tilsa, vimos casi todas las películas de Kurosawa, las radicales de Kobayashi, La mujer de arena de Teshigara y la película más erótica de todos los tiempos, según José, Onibaba o El mito del sexo de Kaneto Shindo.”
Lorenzo Osores. Pintor y escritor amigo. Foto: difusión
Cierta vez, Tilsa me confesó que notaba a José algo raro y esquivo. Irresponsable por derecho propio, se me ocurrió decirle que en realidad José estaba enamorado de ella. ¿De dónde sacas esa idea?
José le pidió que le hiciera la portada de un poemario que estaba por publicar y a Tilsa no se le ocurrió otra cosa que dibujar una escena erótica circense del un supuesto sueño que José le había contado, con un finísimo detalle en el aro de fuego. José nunca supo sobre el origen de tan bello dibujo y nunca pudo entender el mensaje que encerraba”.
Leonidas Cevallos
“Tilsa tenía muchos amigos, pero era muy exigente. Se entregaba mucho a la amistad. Muy buena amiga. Había algo sagrado para ella en sus vínculos amicales. En eso se parecía a Blanca Varela. Sus amigos eran sobre todo hombres: Arturo Corcuera, José Tola, José Watanabe, Bruno Zeppilli.
A Bruno siempre lo encontraba cuando iba a visitar a Tilsa. Él pintaba en el techo de su casa. A ella la conocí porque le pedí unos dibujos para un número de la revista que hacía para el INC en la época de José Miguel Oviedo. Recuerdo que me los entregó y se sorprendió mucho cuando se los devolví. Se inició una amistad que duró hasta sus últimos días. La visitaba cuando ya estaba en cama, muy delicada de salud. De todas formas, Tilsa era una persona que casi no salía. Vivía en su casa. Rara vez salía y decía que tenía que tocar las paredes antes.
Amigas tenía también, pero pocas. Por lo general insistían para reunirse con ella o la visitaban en grupos. Casi siempre eran pintoras, artistas: Marta Bertis, Lola Schroeder, Lika Mutal…
Bruno Zeppilli
Yo estaba siempre en la casa. Tilsa no salía mucho, pero cuando lo hacía me quedaba yo a cargo.
La cuestión es que ella había iniciado el trámite legal para que yo sea apoderado de su hijo Gilles y la ayude con sus responsabilidades. Lo único que faltaba era que ella firme un documento de la policía.
Ese día, justo cuando no estaba, se les ocurrió venir. Tocan la puerta y me asomé por la ventana y veo un policía grandote. ¿Qué hago?, pensé, porque yo ya sabía que era eso. Abrí la puerta y el policía me dice ‘busco a Tilsa. ¿Usted es Tilsa?’. Imagínate que en esa época yo tenía una barba enorme. Me di cuenta de que el policía no tenía idea de si Tilsa era hombre o mujer.
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No firmar el documento era reiniciar todo el trámite así que pensé que lo mejor era hacerme pasar por ella. Sí, le dije, yo soy Tilsa y lo hice pasar. Mi sorpresa fue que al invitarle un vaso de chicha en la sala él se quedó mirando el Tristán e Isolda que estaba colgado en la sala.
Entonces me dice: ‘Usted es un gran artista. Mi sobrino estudia en Bellas Artes y es fanático de su trabajo’. Casi se me cae el vaso. Pensé que me iba a descubrir. Solo atiné a seguir con el juego y le agradecí mucho. ‘Le voy a contar que he conocido a Tilsa y he estado en su casa. No lo va a creer’.
Bruno Zeppilli. Pintor y discípulo de Tilsa. Foto: Roberto Huarcaya
No sé cómo me creyó que yo era Tilsa. Firmé como ella —porque claro que me sabía la firma— y se fue contentísimo. Siempre pensé que regresaría a reclamar, pero nunca volvió y desde ahí fui el apoderado de Gilles”.