Señor rector de San Marcos, señores decanos, señoras y señores catedráticos, señoras, señores, queridos amigos. De más está decirles lo agradecido y emocionado que estoy con este reconocimiento que me hace mi alma máter y las palabras tan cariñosas que ustedes han escuchado de Carlos Eduardo Zavaleta, quien es amigo y colega desde mis años sanmarquinos.
Me conmueve mucho estar aquí porque estos patios, este mismo local, me resucitan una época que recuerdo, naturalmente, como todas las personas que llegan a la edad que yo tengo, con mucha nostalgia y cariño. Los años sanmarquinos fueron para mí fundamentales desde el punto de vista intelectual, desde mi formación literaria y también desde mi formación cívica.
Nunca me he arrepentido de haber ingresado a la Universidad de San Marcos y haber pasado aquí seis años. Fueron años muy difíciles para el Perú aquellos, padecíamos una vez más en nuestra historia una dictadura, la del Ochenio, la del general Odría, una dictadura que fue, como suelen serlo todas, violenta, represiva, y también, por supuesto, muy corrupta. Mi generación la padeció más que nadie porque esos ocho años fueron, para quienes habíamos nacido en el mismo año que yo, los años en los que pasamos de la niñez a la adolescencia y luego a la edad adulta. Los años en los que en nuestro país la política se había convertido en una mala palabra. Estaba prohibido hacer política, ese era un privilegio de quienes tenían el poder.
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Era un país en donde se cometían abusos, pero no había manera de denunciar o protestar. Donde había corrupción, pero la corrupción no podía ser sancionada ni denunciada. Había muchos peruanos en la cárcel y muchos peruanos en el exilio. San Marcos, precisamente, cuando yo entré acababa de ser objeto de una terrible represión. En el año 52 había habido una huelga, una de las manifestaciones quizás más enérgicas y vibrantes a la dictadura de Odría, y San Marcos había pagado muy caro esa inconformidad gallarda. Muchos estudiantes y profesores estaban presos o en el exilio y la universidad estaba sembrada de confidentes del siniestro director de gobierno de la época, Alejandro Esparza Zañartu. Sin embargo, uno de los escasos focos de resistencia a la dictadura era precisamente esa universidad a la que yo entré en el año 1953.
Aquí, probablemente, era una de las raras instituciones en las cuales un espíritu de resistencia, democrática y de vocación libertaria se hacía sentir, enfrentándose a todos los riesgos y sanciones que aquello conllevaba. Aquí los jóvenes podían vivir, aunque fuera en minoría y en secreto y clandestinidad, una actividad cívica y una acción política. Aquí se podía soñar y discutir con un país distinto y emprender algunas acciones. Por mínimas e insignificantes que fueran, de alguna manera representaban una contrapartida a la vida espesa, cínica y mentirosa que hacía de política en el Perú del Ochenio.
San Marcos había sido a lo largo de su historia una institución inconforme, rebelde, donde se había soñado con un porvenir distinto para nuestro país. De esta universidad, no hay que olvidarlo, han salido las grandes figuras intelectuales del Perú, figuras que tanto en los dominios científicos como en las humanidades han representado la flor y nata de nuestro país. La Universidad de San Marcos a la que yo entré todavía tenía algunas de esas figuras señeras que han marcado en nuestra vida cultural y han dejado una huella indeleble.
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Mi formación intelectual comenzó aquí en los patios de Letras y derecho donde tuve profesores extraordinarios a los que siempre recuerdo con enorme gratitud. El más importante de todos ellos es para mí, por supuesto, el doctor Raúl Porras Barrenechea. Siempre digo que he tenido la suerte de escuchar por el mundo a muchos intelectuales de primera línea y de haber aprendido mucho oyéndolos conferenciar, pero nunca escuché a ninguno hablar con la elegancia, con la sabiduría, con la brillantez con la que lo hacía Raúl Porras Barrenechea.
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Aparte de eso, siempre recuerdo el patio de letras de San Marcos, que era en esos años como el cuartel general de la literatura peruana. Ahí pasaban todos los escritores, poetas, narradores, letrahabidos, muchachos y muchachas con sueños de escribir y publicar alguna vez, y esa era como una formación paralela a la que uno recibía en las aulas. Ahí se disputaba con gran pasión y con un fondo inalterable de amistad. Ahí tal vez, y por culpa de Carlos Eduardo Zavaleta, escuché por primera vez hablar de William Faulkner, que es uno de los escritores que más me han marcado.
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Recuerdo nuestras actividades clandestinas y conspiratorias aquí en San Marcos, en el grupo Cahuide, que era el nombre con el que se trataba de reconstruir el Partido Comunista Peruano, que había sido prácticamente desintegrado por la presión en el año 52. Creo que eran muy pocos, pero esos pocos vivíamos una excitación, unas ilusiones, la sensación de vivir una extraordinaria aventura por una parte, y la otra desde luego bastante utópica, de estar trabajando por la transformación no solo de nuestro país, sino de la humanidad. Ese sueño de un mundo distinto, de un mundo de justicia, de verdadera igualdad y libertad aquí lo vivimos en esos grupos minúsculos en los que imprimíamos volantes en unos mimeógrafos que se nos caían a veces de viejos y ruinosos, y que repartíamos en los patios de San Marcos, y a veces, a partir del año 56, ya fuera de la universidad. Fue un aprendizaje también cívico, de la formación de personalidad que a mí me ha marcado para el resto de la vida. Por todo eso, San Marcos me ha acompañado siempre, como escritor, como ciudadano, creo que en esos años viví con una intensidad, con una riqueza que me han alimentado desde entonces.
Podría seguir contando muchas anécdotas de esos años, pero creo que con las que he evocado ya basta para que ustedes entiendan hasta qué punto estoy agradecido y emocionado con la Universidad de San Marcos, por darme, además de todo lo que me dio en mis años de estudiante, esta medalla, estos reconocimientos, por haber creado una cátedra que lleva mi nombre, algo que nunca hubiera imaginado en esos años. Nada puede alegrarme, conmoverme y hacerme sentir más reconocido que la universidad en la que estudié.
Qué más puedo decirles, nada, simplemente que soy muy consciente de que con esta medalla, con esa declaración, con esa cátedra que se ha creado, viene acompañada una obligación, de la que estoy muy contento y consciente y a la cual voy a tratar de responder con todo el rigor.
Sin ninguna duda es para mí uno de los recuerdos más hermosos de estos meses de cuento de hadas que vengo viviendo desde que los académicos suecos decidieron el Premio Nobel. Porque San Marcos, como dije al empezar esta pequeña alocución y así quiero terminarla, es una de las buenas cosas que le han pasado a nuestro país. Es una institución antigua, como decía Arguedas, la antigüedad es un valor, y pues uno de los valores peruanos es esta universidad, la más antigua de América, siempre un foco extraordinario de ciencia, de trabajo intelectual, de investigación, de creación, y también una institución que ha luchado incesantemente por la libertad, por un mundo mejor que el que tenemos, por un mundo de mayor igualdad, de mayores oportunidades, de mayor tolerancia, un mundo sin violencia, sin represión, un mundo que esté de alguna manera a la altura de las mejores cosas que ha dado a lo largo de la historia nuestro país. Es una tradición que siempre siento muy cerca y desde luego que no ahorraré esfuerzo para no defraudar a quienes me han abrumado verdaderamente esta noche con tanta generosidad. Muchas gracias a todos.