Por: Gloria Helfer
Los gestos, las actitudes, las expresiones de fraternidad revelan la calidad humana de las personas mejor que los discursos sobre el tema. Hoy, en política, más que nunca, se vuelven indispensables. Por ello es bueno recordar y agradecer. Con Gustavo Mohme me unió una sentida amistad expresada en pequeños detalles, que ahora son anécdotas, de las que podemos aprender mucho del personaje y de una forma de hacer política que probablemente no esté en los textos de ciencias políticas. Para esta fecha quiero contar algunas por el encanto de su sencillez.
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La campaña de don Alfonso Barrantes a la alcaldía de Lima de 1983 fue una experiencia, por decir lo menos, intensa. Por supuesto no teníamos ningún financiamiento, nos faltaba todo, menos calor popular. Teníamos más, un dirigente que convocaba y juntaba voluntades. También había mucha movilización de bases que necesitaba de constantes reuniones de dirigentes, pero escaseaba dónde. De repente, empezamos a disfrutar del uso de un local antiguo, en la avenida Grau, que servía de lugar de referencia y punto de encuentro para todos. Era la contribución de un señor llamado Gustavo Mohme, un empresario que venía de Acción Popular, pero que había formado un partido de izquierda y que colaboraba de múltiples formas con la campaña. Extraño, muy extraño, motivo de desconfianza.
La primera vez que nos saludamos, desde mi metro cincuenta y tres, me pareció enorme. Extendió un brazo larguísimo que estableció un puente entre nosotros y pude estrechar una mano sincera, franca y cordial. En ese momento, mis prejuicios izquierdistas y sindicalistas se resquebrajaron como plato de cristal en el horno. Es importante en la política la apertura para conocer y valorar al diferente, al que viene de otro mundo, de otra cultura, de otra experiencia, para dar lugar al encuentro que permite descubrir lo que se tiene en común y que te enriquece.
También teníamos reuniones en la oficina de Gustavo en la avenida Grau. Las discusiones entre aquellos que conformábamos el frente político eran fuertes, muchas veces acaloradas. Un día, con algunos dirigentes de entonces –yo seguro estaba en representación de alguien porque nunca fui dirigente– estábamos en una gran sala de reuniones. De pronto, el debate subió de tono y terminó con un chancón de mesa y dispersión posterior. Más calmado el ambiente, Gustavo me invitó a su oficina, conversamos fuerte pero calmadamente y cuando me despedía me dijo, todavía bien serio: “Y nunca me chanques la mesa”. Y luego, con una sonrisa escondida debajo del bigote, “te puedes cortar la mano”. No recordaba que fuera yo quien había chancado la mesa, todavía lo dudo, y no me había dado cuenta de que la mesa tenía vidrio. Reflexión, concertación y no confrontación innecesaria, fraternidad y sentido del humor en la política, cuánto ganaríamos con ello.
Nuestras campañas a la antigua, sin poder entrar a los medios por inalcanzables y ajenos, suponían un esfuerzo físico enorme. Se hacían cara a cara, por opción, en los barrios y pueblos, con la gente más humilde, en muchísimas reuniones con los pobladores, mujeres, campesinos o maestros. También en pequeños mítines organizados por ellos mismos y a los cuales llegábamos después de largas caminatas por las calles. Estábamos en una de esas marchas, los dirigentes y candidatos encabezando, y yo no podía seguir el ritmo porque era muy acelerado y, además, estábamos en altura.
Por lo tanto, me retrasaba. Gustavo, desde su altura, me divisaba y me pedía avanzar. Al final, algo molesto, me alcanza y me dice: “No te desaparezcas, te escurres y te pierdo de vista. Tenemos que avanzar juntos”. Contestona como siempre, le pedí que parara un momento y le dije: “Mira tus piernas, mira las mías, ¿ahora ya sabes por qué no puedo seguirte el paso? Calladito empezó a caminar más lento y yo aceleré lo que pude. Llegamos tarde, pero juntos. Igual nos recibieron bien. Pero fíjense en esa frase, “Tenemos que avanzar juntos”: recoge el sentido de unidad, de fraternidad, de deseo de que nadie se nos quede atrás. Esa es una de las consignas que más presente tengo hoy en día para tomar fuerzas y seguir peleando para que nadie se nos quede en el camino porque perdió la vida, la salud, la escuela o el trabajo.
En su última campaña, para las elecciones del año 2000, por esas turbulencias políticas que no quiero recordar, Gustavo y yo no candidateamos por el mismo partido. Un día recibí una llamada suya para decirme que, independientemente de que no fuéramos en la misma lista, él me ofrecía todo el apoyo que me pudiera dar y que, si necesitaba algo, no dudara en llamarlo. Su frase final fue muy alentadora para mí en esos difíciles días en los que enfrentábamos la más avasalladora maquinaria de la dictadura reinante. “Vas bien, no importa dónde estemos ahora, en el Congreso nos encontramos”. Él no llegó al Congreso, se nos fue antes.
No vio personalmente la caída de esa dictadura nefasta que tanto lo había acosado y difamado para tratar de callarlo. La vimos por él Henry Pease y yo, y muchos otros, como aquel que elegimos presidente, el Dr. Valentín Paniagua –que también venía de Acción Popular–. Su presencia estaba ahí, alentándonos, guapeándonos y también mostrándonos los caminos de unidad por la que tanto había peleado y que en esos momentos se convertían en indispensables. Hoy, en el Perú, cuando el sufrimiento y la muerte acosan, especialmente a los más pequeños y desprotegidos, tenemos que recurrir a este legado de calidad humana que enriquece la política. Gracias, Gustavo.
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