
A poco más de tres meses de las elecciones, los espacios electorales parecen haberse constituido sobre un escenario sumamente fragmentado y, a tono con las encuestas, suspendido en el aire, con escasa conexión con los electores. Alrededor del 50 % no ha decidido su voto, o dice que votará en blanco o anulará su voto.
Se advierte por lo menos seis espacios electorales, una diversidad jalonada tanto por la captura del Estado como por la posición de los grupos políticos frente a ella. Los que reúnen más intención de voto por ahora son dos de estos espacios, el populista híbrido radical que agrupa a los partidos del pacto parlamentario gobernante, y el centro, que reúne a grupos como Perú Primero, Partido Morado, Primero la Gente, Cooperación Popular, Frente Esperanza, Libertad Popular, y Fuerza y Libertad, entre otros. El primer espacio recibe entre 20 y 22 % de intención de voto y el segundo entre 12 y 14 %.
A ambos lados del centro se encuentran grupos populistas de izquierda (J. por el Perú, Venceremos) y de derecha (Si Creo, País para Todos, Unidad Nacional). Más cerca al centro se ubican la promesa de una izquierda histórica (Ahora Nación) frente a una derecha igualmente histórica (Apra, donde las demandas de renovación son intensas). Alrededor de 15 grupos, hasta completar los 36, planean entre el centro, el populismo y la derecha a la espera de dar la sorpresa.
¿La formación de estos espacios anula la adhesión y autodefinición de derecha, centro e izquierda? No las anula, pero las filtra y relativiza (especialmente cuando se trata del discurso) y las condiciona a la naturaleza del ciclo de deterioro democrático. Las identidades están supeditadas a fenómenos que reorganizan la política nacional desde 2022: la captura de instituciones, la corrupción instalada en la cúpula del poder, la crisis de seguridad y el naufragio neoliberal. El que se ha formado, no es un escenario lineal clásico donde la derecha, el centro y la izquierda se ubican en igualdad de condiciones. Tampoco es uno basado en expectativas ideológicas susceptibles de elaboración cartesiana (en el Perú, el test de Nolan llora de impotencia).
La captura del Estado y el régimen híbrido -con un pie en la legalidad y otra en la ilegalidad- trastocan el canon programático conocido y coloca al pacto como el principal actor con leyes y recursos financieros a su favor, con capacidad real de reelegirse. La derrota de este espacio extremo que ya gobierna es el principal desafío de la política peruana en 2026. El progreso de la campaña #PorEstosNo es significativo del vigor de esta tendencia.
El eje electoral preponderante tampoco es clásico. Allí también hay novedades. La campaña electoral avanzó lo suficiente para concluir que el pacto gobernante no pudo colocar el eje derecha/izquierda como un dilema plano ventajoso. Los medios y el liderazgo empresarial tampoco pudieron imponer otro eje simplista, caviar/anticaviar o sistema/antisistema. En cambio, parece decisivo desde la caída de Boluarte un eje múltiple e integrado de corrupción y no corrupción, democracia y no democracia, auge delictivo con la complicidad del poder y rechazo a esa complicidad, y Lima y las regiones.
El dilema seguridad/inseguridad es subsidiario de este último eje. Importa bastante la promesa de seguridad, aunque también es decisivo quien lo propone y su actitud frente a las leyes pro crimen, la captura del Estado y la corrupción general y policial. La variable de la seguridad es independiente, de modo que la alternativa de “mano dura”, en lo que coinciden 3 de 4 partidos que compite en las elecciones, requiere de precisiones, contorsiones o de ofertas más radicales como las que impulsan Avanza País (cambio a la fuerza) o Fuerza Popular (Regresa el orden).
¿Cómo se entiende que este eje múltiple e integrado sea el predominante si los candidatos del pacto lideran las encuestas? El Perú anti electoral es principalmente contrario a los partidos que gobiernan desde el Congreso antes con Boluarte y ahora con Jerí. La ubicación de varios candidatos del pacto en los primeros lugares en las encuestas de intención de voto solo revela que -a diferencia del país anti electoral- un porcentaje significativo de quienes se han decidido por un candidato son de Lima, de derecha, interesados en la política, varones y del sector económico A/B, a tenor de la última encuesta de IEP del año.
Adentrándonos en la fragmentación, se aprecia que tanto el espacio populista híbrido radical (el pacto) como el centro se encuentran sobrepoblados. La fragmentación del pacto no pudo ser resuelta. Así, un espacio finito que quizás no supere el 25 % es objeto de disputa de por lo menos 6 partidos. El sentido común dice que la primera vuelta será las primarias tácitas de este espacio, aunque el antecedente de 2016 y las fricciones que ahora mismo afectan a ese sector indican que es igualmente decisivo el narcisismo de las pequeñas diferencias, sobre lo que escribía Freud.
¿La sobrepoblación del centro tiene el mismo sentido? Probablemente no. La caída de Castillo y la responsabilidad de la izquierda en ese resultado, conjugada con el crecimiento del radicalismo conservador, reactivó el centro que naufragó a orillas de la playa en 2021. El proceso es intrincado. No se trata solo de una reaparición, sino de una sustitución. La extrema derecha atrajo hacia sí a una parte significativa de la élite que acostumbrada a exhibirse como liberal y democrática, de modo que este “nuevo” centrismo no parece ser el que conocimos en las últimas décadas, ubicado a medio camino entre la derecha y la izquierda para mitigar los programas maximalistas de uno y otro lado.
Este centrismo es democrático y resuelto adversario del pacto. Probablemente no cumpla la función geométrica en la definición clásica de Duverger (equilibrio inestable de polos opuestos), sino la función ética-política en la definición de Habermas (ciudadanía, derechos y mediación democrática y deliberativa de los intereses sociales) en un contexto que precisa con urgencia recuperar la cultura política libre y las instituciones que la protegen.
Ese nuevo centrismo no se hace eco de la tentación de los ejes derecha/izquierda o sistema/antisistema. Se encuentra más alejado de las opciones conservadoras radicales que de la izquierda. Bajo esa consideración, el volumen de sus votos se agregará a aquella opción que en la segunda vuelta se oponga al candidato del pacto o recibirá los votos no centristas si pasa a la segunda vuelta.
Finalmente, la dinámica entre polarización y fragmentación parece haber encontrado un punto irresoluble. No son lo mismo ni inciden en el futuro del mismo modo. De hecho, la innegable fragmentación electoral de 36 candidaturas nacionales no esconde que la polarización es social, un fenómeno inverso al que se presentó en las elecciones desde 2001 a 2016, donde la polarización era electoral y resumida en el dilema sistema/antisistema porque existía un espacio objetivo para la defensa del neoliberalismo.
En la sociedad cabían entonces una pluralidad de opciones con cierta legitimidad, desde el cambio radical, el cambio moderado, las reformas de segunda generación y el inmovilismo del modelo. Polarización electoral y fragmentación social prometían ser gestionadas por los ganadores mediante la incorporación de los perdedores en el gobierno ganador, como sucedió con los gobiernos de Toledo, García, Humala, PPK y, de algún modo, Castillo. Esta gestión traicionaba el voto por el cambio.
La actual polarización social es más difícil de gestionar. La impaciencia social es tan intensa como el rechazo al poder y no parece haber espacio para el gradualismo en un grupo de expectativas impostergables. La demanda de cambio es más perentoria y variada, y aún en la hipótesis de que el nuevo gobierno sea rápidamente exitoso en materia de seguridad ciudadana, los territorios peruanos no parecen dispuestos a posponer expectativas en otros ámbitos. Acabada la fragmentación electoral, la polarización social no cederá.

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