
Hace unas semanas, planteé a mis amigos de Facebook un ejercicio de pensamiento crítico y tolerancia, proponiéndoles escribir el nombre del político al que más rechazaban (evito, intencionalmente, la palabra “odiaban”) y encontrarle algún mérito, acierto o virtud, más allá del desacuerdo que tuvieran con sus ideas.
Para dar el ejemplo, comencé yo. Elegí a Keiko Fujimori -todos saben que, desde mi opinión, es la persona más alejada de mis principios e ideas políticas- y escribí: “Pienso que Keiko Fujimori tiene el mérito de la perseverancia y que, más allá de sus muchos errores, defectos y probables delitos, cree sinceramente que un gobierno suyo sería bueno para el país. Se equivoca, pero lo cree”.
De inmediato, llovieron los comentarios críticos, no solo rechazando mis afirmaciones, sino el ejercicio mismo. El más suave decía que era innecesario y hasta hubo quien aseguró, con la mejor de las intenciones, que encontrarle una virtud a Keiko Fujimori era poco estratégico para quienes nos oponíamos a sus aspiraciones políticas. Otros decían que era una delincuente y que eso la descalificaba para cualquier aprobación, por mínima que fuera. La mayoría usó el desafío para hacer comentarios graciosos y fueron pocos, muy pocos, los que intentaron hacer el ejercicio en serio, pero casi ninguno logró su cometido. Sobra decir que, por mensaje directo, algún amigo mío se atrevió a decir que estaba “coqueteando” con el fujimorismo. Otro insinuó que estaba buscando una asesoría. En resumen: un ejercicio aparentemente muy sencillo resultó un completo fracaso.
¿Por qué? ¿Estamos incapacitados para percibir, en el contrincante político, algún aspecto positivo, por mínimo que sea? ¿No podemos, acaso, comprender que toda persona tiene muchas facetas, buenas y malas, y que nadie es un villano mañana, tarde y noche? Y, lo más preocupante, ¿qué significa esto ad portas de unas elecciones presidenciales en las que corren casi tres decenas de candidatos?
Los estudiosos de las ciencias sociales dicen que vivimos tiempos de absoluta polarización a nivel global y que, perdidos como estamos en nuestras cámaras de eco y dominados por nuestros sesgos de confirmación, vemos al otro no como a un semejante que puede tener ideas diferentes o simplemente estar equivocado, sino como un enemigo al que hay que aniquilar.
Hannah Arendt, la filósofa que analizó las motivaciones de los criminales nazis, señalaba que la política “surge de la pluralidad humana” y es el espacio donde individuos diferentes interactúan juntos, pero advertía que la polarización convierte la deseable “oposición de ideas” en un rechazo del adversario como persona, “eliminando la posibilidad de diálogo y transformando el debate en una lucha a muerte”, lo cual constituye un enorme peligro para la democracia.
Pues en ese punto estamos. Como nunca antes, y gracias en gran parte a los algoritmos de las redes sociales, los debates racionales -aquellos en los que se buscaba escuchar al oponente y rebatirlo- casi han desaparecido del diálogo político y nos encontramos cada vez más encerrados en esas cámaras de eco, aquellos entornos en los que solamente ingresan los que ya piensan como uno, sin la posibilidad de enriquecer nuestras opiniones con argumentos del lado contrario.
Los peruanos lo vivimos en el 2021, tanto en la campaña electoral en la que el país se dividió entre ultraderechistas y caviares, fachos y terrucos, como tras las elecciones que le dieron el triunfo a Pedro Castillo, cuando comenzó la fase del fraudismo y la guerra política se trasladó al plano doméstico, quedando familias, amigos y hasta parejas irreconciliablemente enfrentadas.
¿Y qué nos lleva a ese punto? No sólo los algoritmos (que suelen devolvernos multiplicados nuestros gustos y creencias), sino un defecto cognitivo que la neurociencia ha dado en llamar “Sesgo de confirmación”, una reacción por la cual tendemos a consumir información que confirme lo que ya pensamos de antemano y, sin darnos cuenta, solamente asumimos como válidos los argumentos que -engañosos o no- refuerzan nuestras creencias, opiniones y prejuicios. Haga un ejercicio sencillo: tome una creencia propia muy arraigada y busque en Internet argumentos a favor y en contra. Léalos o escúchelos atentamente. Pronto verá que, mientras los puntos de vista que favorecen su postura le parecen coherentes e irrefutables, las contrarias le parecerán insuficientes, sesgadas y hasta malintencionadas.
Aprovechando el espíritu navideño de estos días, tal vez es hora de proponer, como un autorregalo muy personal, pero también como una ofrenda a la democracia, que intentemos hacer un ejercicio permanente de pensamiento crítico y debatamos, en lo posible, con nosotros mismos. Eso no significa, en absoluto, abdicar de nuestros principios y valores, sino de intentar comprender las motivaciones del que piensa y siente diferente.
Tal vez los del lado contrario del tablero político aman a nuestro país tanto como usted, pero tienen prioridades diferentes o su foco de atención está en otro aspecto de la vida social. Equivocados o no (desde su punto de vista), no dejan de ser seres humanos con argumentos y motivaciones propias. Y, si bien no hay que respetar y, menos, aceptar todas las opiniones -las hay francamente deplorables-, sí hay que respetar a todas las personas y su derecho a expresarlas.

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