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Opinión

La prescripción imposible, por César Azabache Caracciolo

La ley que aprobó este Congreso en agosto de 2024 sobre prescripción de crímenes de lesa humanidad es la tercera en una historia de fracasos legales repetidos. 

Azabache
César Azabache

Hace unos días el Tribunal Constitucional terminó de discutir la demanda presentada por la fiscalía y dos colegios de abogados contra la ley sobre prescripción de crímenes de lesa humanidad de agosto de 2024.

En estos casos el Tribunal necesita 5 votos conformes para formar resolución. No los alcanzó esta vez. Las deliberaciones cerraron con un 4-3 que deja las cosas donde estaban, sin una nueva sentencia que modifique el estado de la cuestión.

En una primera mirada podría parecer que, dado que el Tribunal no alcanzó los votos necesarios para declarar la ley inconstitucional, entonces la ley debe seguir vigente sin observaciones. Usualmente es así, pero en este caso existe una singularidad que cambia las cosas: el Tribunal ya tiene una sentencia sobre imprescriptibilidad. Se dictó en marzo de 2011 y declaró que la persecución de hechos ocurridos en los años 80 y 90 no puede interrumpirse por el paso del tiempo. Dado que existe esa sentencia, no haber alcanzado los votos que se requieren para fallar produce un efecto inverso al usual: la sentencia antecedente mantiene todo su peso gravitacional como fundamento para analizar, caso por caso, la posibilidad de aplicar o no la ley de agosto de 2024.

En contra, parecería tener sentido pretender que la sentencia de marzo de 2011 no es de aplicación a una ley que se aprobó 13 años después, en agosto de 2024. Respuesta fácil, pero errada. Ocurre que la ley de agosto de 2024 es una repetición, con un pequeño giro irrelevante, de dos textos que ya intentaron habilitar la prescripción para estos casos: una resolución legislativa de junio de 2003 y un decreto legislativo de setiembre de 2010.

La única diferencia que media entre el texto de estas dos disposiciones —a las que se refirió la sentencia del Tribunal de marzo de 2011— y la ley de agosto de 2024 proviene de un pretexto mal ensamblado: los dos primeros instrumentos legales que intentaron autorizar la prescripción para estos casos la autorizaron para hechos anteriores a junio de 2003, la fecha en que el Congreso aprobó el tratado de Naciones Unidas de noviembre de 1968 sobre imprescriptibilidad. La ley de agosto de 2024, forzando las cosas, intentó diferenciarse de sus antecesoras moviendo la fecha del corte a julio de 2002, la fecha en que entró en función la Corte Penal Internacional. Pero la Corte Penal Internacional no es competente para hechos de los años 80 y 90, de modo que esa fecha no agrega nada a esta discusión. Citarla como referencia representa solo un imaginativo intento por aparentar que existe una diferencia donde no la hay. El objetivo de los tres textos es el mismo: habilitar la prescripción para los casos pendientes de los años 80 y 90, y eso es algo que el Tribunal Constitucional prohibió hacer en marzo de 2011.

Entonces, la falta de votos que el Tribunal actual ha registrado no convalida la ley. Lo que hace es dejar intacto el alcance de la sentencia antecedente, la de marzo de 2011, que prohíbe hacer cosas como la que intenta hacer la ley de agosto de 2024.

Advertencia: no confundirse por el texto literal del documento que ha publicado el Tribunal. El Código Procesal Constitucional, un texto cargado de imprecisiones aprobado por el Congreso corto del periodo 2020-2021, manda declarar la demanda “infundada” cuando el Tribunal no alcanza los votos que necesita para declarar una ley inconstitucional. Pero en el lenguaje legal “infundada” es una construcción que funciona en otros contextos. Para empezar, supone un fallo efectivamente adoptado, no frustrado por falta de votos. El documento que ha publicado el Tribunal en este caso dice “demanda infundada” porque el Código ordena hacer esa declaración, aunque no corresponda a lo que ocurre cuando faltan votos para resolver. Un error impuesto por una ley mal escrita. Nada más que eso.

La ley que aprobó este Congreso en agosto de 2024 sobre prescripción de crímenes de lesa humanidad es la tercera en una historia de fracasos legales repetidos. La repetición constante del fracaso encuentra explicación en la enorme falta de manejo de construcciones legales que exhiben los promotores de la ley.

La imposibilidad de usar la prescripción en casos como el asesinato de Hugo Bustíos o el caso sobre esterilizaciones forzadas resulta de dos construcciones de derecho internacional que son convergentes, pero distintas. Los promotores de la prescripción están intentando atacar solo una de las dos porque la otra está fuera de su alcance. Por eso fracasan siempre.

La primera de estas dos construcciones, aquella cuyo alcance se ha intentado recortar ya tres veces —“crímenes de lesa humanidad”— aparece en el tratado de Naciones Unidas de noviembre de 1968, que los declara imprescriptibles sin importar cuándo ocurrieron los hechos. La segunda construcción, que está fuera del alcance del Congreso y del gobierno, fue establecida por la Corte Interamericana de Derechos Humanos en el caso Barrios Altos en marzo de 2001: las “graves violaciones a los derechos humanos”, calificadas conforme al Pacto de San José, también son imprescriptibles sin limitaciones vinculadas al momento en que hayan ocurrido los hechos.

En los tres intentos que llevamos registrados, el Congreso y el gobierno han intentado habilitar la prescripción modificando una de estas dos prohibiciones. No pueden modificar ambas porque la segunda de estas construcciones requiere una modificación del Pacto de San José; no la denuncia del tratado, sino una modificación del texto que lo inhabilite. Una meta de esa dimensión está claramente fuera del alcance de una cancillería que no ha podido ni siquiera colocar en la agenda del sistema interamericano la revisión de las reglas del asilo.

Muchos casos de los años 80 y 90 están trabados por insistir en maniobras como esta.

Por seguir callejones sin salida.

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