
Cada 9 de diciembre convergen dos conmemoraciones que dialogan profundamente sobre el destino republicano del Perú. Por un lado, la Batalla de Ayacucho (1824), culmen militar del proceso de independencia hispanoamericano. Por otro, el Día Mundial contra la Corrupción, que es recordatorio incómodo de la sujeción interna que aún impide la realización plena del proyecto republicano.
Una fecha encarna la gesta emancipadora. La otra, el persistente fracaso en consolidar un Estado con los fundamentos necesarios para el desarrollo de sus pueblos.
La paradoja es evidente. Hace 201 años, el Perú logró expulsar un poder imperial que parecía inquebrantable, pero no ha conseguido desmontar la maquinaria de corrupción que, desde los albores de la república, ha socavado su crecimiento. El historiador Alfonso W. Quiroz, en su obra monumental Historia de la corrupción en el Perú, advertía que esta opera como “un tributo clandestino y destructivo que drena recursos, debilita instituciones y erosiona la vida pública”. Prácticas enquistadas, reproducidas y normalizadas durante generaciones.
Frente a esta persistente atadura, la memoria de Ayacucho irradia una lección que suele pasarse por alto. La historiadora Carmen Mc Evoy ha demostrado que la victoria de 1824 no fue únicamente el resultado del genio estratégico de Bolívar o Sucre, sino, sobre todo, de una concertación popular inédita, capaz de articular a indígenas, criollos, campesinos, milicianos y élites locales en torno a un horizonte común. La independencia continental fue viable gracias a ese entramado de solidaridades, forjado en medio de carencias extremas, tensiones internas y un enemigo todavía poderoso.
Esa comparación resulta dolorosa porque evidencia la incapacidad contemporánea de reproducir un pacto mínimo para enfrentar la corrupción. Allí donde en 1824 existió un impulso integrador, hoy predominan la atomización social y la captura de instituciones a manos del pacto parlamentario autoritario.
Conmemorar Ayacucho, entonces, es un llamado a recordar que la emancipación auténtica, que parte desde lo ético para luego desenvolverse con seguridad en lo político, exige la disposición colectiva a sostener un proyecto común. Y evocar el Día Mundial contra la Corrupción debería obligarnos a reconocer que el país no logrará completar su independencia mientras tolere redes ilícitas como engranaje habitual de su vida pública.
La gesta de 1824 nos recuerda que el Perú, cuando es capaz de unirse, trasciende sus fracturas y redefine su destino. En ese sentido, la tarea pendiente es romper, al fin, con la forma más persistente de dominación que arrastramos. La independencia inconclusa del Perú no se juega ya en los campos de batalla, sino en la construcción de un Estado garantista del imperio de la ley sobre las bravatas personalistas o mercantilistas, y por ende digno de la ciudadanía que lo sostiene.

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