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Opinión

El economista laboral en su laberinto. El escurridizo problema del empleo en el Perú, por Javier Herrera

En el Perú, como en buena parte de América Latina, ni la oferta y demanda clásica, ni la tasa de desempleo son indicadores suficientes para comprender los desequilibrios del mercado laboral.

Javier Herrera
Javier Herrera

La economía laboral se ha consolidado como un campo especializado dentro de la ciencia económica, aunque en su base mantiene la lógica clásica de la oferta y la demanda de trabajo, donde el precio se refleja en los salarios y las cantidades en el número de empleos disponibles. En los países desarrollados, la tasa de desempleo se erige como el principal termómetro de los desequilibrios en el mercado laboral. Este indicador mide la proporción de la población económicamente activa (PEA) sin empleo, está disponible y lo busca activamente. Su dinámica es anti cíclica: aumenta en épocas de recesión y cae en fases expansivas. En caídas moderadas o en los inicios de una crisis profunda, lo que primero se reduce son las horas trabajadas. Cuando bajan de 35 horas semanales en personas que desean laborar más, hablamos de subempleo por horas. Si además el ingreso se ubica por debajo del costo de la canasta mínima de consumo —ajustada por el número de perceptores promedio por hogar—, surge el llamado subempleo por ingresos (llamado también “subempleo invisible”).

En el Perú, como en buena parte de América Latina, ni la oferta y demanda clásica, ni la tasa de desempleo son indicadores suficientes para comprender los desequilibrios del mercado laboral. Según la Encuesta Permanente de Empleo Nacional (EPEN), en 2024 menos de la mitad de los trabajadores (47.6%) es asalariada. El resto se reparte entre independientes (36.3%), pequeños empleadores (3.8%) y familiares no remunerados (12.1%). Es decir, más de la mitad crea su propio trabajo y vende directamente sus bienes y servicios. La demanda que enfrentan no proviene de un empleador en particular, sino del conjunto de clientes que pueden captar. Un taxista independiente, por ejemplo, no depende de un empleador sino del número de pasajeros que circulan: su ingreso varía día a día y lo que parece depender de su esfuerzo individual en realidad está condicionado por el tamaño fijo de la torta de clientes que otros taxistas se disputan igualmente.

Al comparar el PBI con la tasa de desempleo en el Perú, se observa un contraste. El PBI sufre amplias oscilaciones, en gran medida vinculadas a los precios internacionales de las materias primas que exportamos, mientras que el desempleo se mantiene bajo y casi inmóvil. El mercado laboral no ignora la coyuntura, pero la leemos con lentes inadecuados. En un país donde no existe seguro de desempleo —como sí ocurre en Chile, con aportes del Estado, las empresas y los trabajadores—, mantenerse sin trabajar solo es posible si se cuenta con ahorros o apoyo familiar. De allí que la tasa de desempleo se mantenga baja: 4.7% en 2024, 5.5% en las ciudades y apenas 1.7% en el área rural. En los últimos veinte años, salvo en la crisis del COVID, ha fluctuado en un rango estrecho de 3.5% a 5.7%. La casi inexistencia de desempleo rural se explica por la importancia de la agricultura familiar, donde predomina el trabajo no remunerado.

Si en lugar de comparar una foto de indicadores anuales de empleo se siguen trayectorias individuales, el mercado resulta mucho más dinámico. La mitad de quienes consiguen empleo provienen de la inactividad, y buena parte de los que caen en el desempleo también vienen de allí. El ajuste principal no ocurre en la cantidad de puestos, sino en la calidad del empleo. En fases de recesión, los trabajadores no desaparecen del mercado: migran hacia ocupaciones informales, pierden beneficios o deben aceptar empleos de peor calidad que los que tenían.

Otra paradoja aparece al mirar el nivel educativo. Mientras que en los países de la OCDE el riesgo de desempleo disminuye con el nivel de educación, en el Perú la relación parece ser al revés. Los trabajadores con solo primaria registran una tasa de desempleo más baja (3.2%) que quienes tienen estudios universitarios (6.5%). Lejos de ser una ventaja, esta diferencia refleja que los menos calificados no pueden darse el lujo de esperar un puesto formal: aceptan cualquier ocupación disponible.

Un hecho que pasa desapercibido es que la presión sobre el mercado laboral también la ejercen trabajadores ya ocupados pero que están buscando cambiar de empleo. El 8.3% de la PEA ocupada busca un mejor empleo, lo que representa seis de cada diez (60.2%) trabajadores en busca de un empleo. Así, los trabajadores insatisfechos superan a los desempleados abiertos. Ellos compiten en desigualdad de condiciones con quienes no tienen empleo y necesitan con urgencia una fuente de ingresos. Un signo oculto del deterioro del empleo en los últimos tres años, es que el porcentaje de los insatisfechos que buscan otro empleo supera cada vez más a los desempleados. Los principales motivos de la insatisfacción son obtener una mejor remuneración y conseguir un empleo que se adecue con sus calificaciones.

También ausentes de la categoría de desocupados tenemos a los trabajadores desalentados. Ellos no tienen empleo ni lo buscan porque consideran que no lo van a encontrar. Se les considera como “inactivos”, aunque en realidad se trata de desempleo oculto. Ello afecta particularmente a los jóvenes que no logran obtener su primer empleo (los llamados “aspirantes”). Si añadimos los desalentados a los que buscan un empleo, es decir, si sumamos el desempleo oculto al abierto, la tasa urbana ya no es de 5.5% sino de 8.3%, 1.5 veces superior.

El subempleo por horas no es un problema mayor pues afecta apenas a 3.9% de los trabajadores urbanos. El verdadero problema está en el exceso de horas trabajadas. La mitad trabaja 48 horas por semana, el máximo permitido por ley. Entre 49 y 70 horas se ubica un 32.1% de los trabajadores urbanos, y un 10% supera las 70. Lo que asoma aquí no es un déficit de empleo, sino una sobreexplotación del tiempo laboral, con efectos en salud, productividad y vida familiar.

Otra característica del empleo es que dos de cada tres trabajadores urbanos son informales, tres cuartos por cuenta propia o en microempresas y el resto en empresas formales. La brecha urbano-rural es brutal: casi todos los rurales (94.5%) son informales y más del 80% depende de pequeñas chacras familiares. En el área urbana un tercio de los asalariados en empresas formales son informales, sin contrato ni beneficios sociales. Dada la baja productividad, la mitad de los informales son trabajadores pobres. Muchos están fuera del alcance de las políticas de desarrollo productivo, de protección social y de regulaciones que protegen sus derechos frente a los empleadores.

En definitiva, lo que caracteriza al mercado laboral peruano no es el desempleo abierto masivo, sino la informalidad y la baja productividad, a la limitada calidad de la educación y a la incapacidad del crecimiento económico centrado en una estructura productiva primario-exportadora de generar empleos de calidad. Esa combinación explica por qué los indicadores tradicionales, centrados en la tasa de desempleo, resultan insuficientes. La conclusión es clara: en el Perú, el desempleo bajo no equivale a estabilidad ni bienestar. Bajo la superficie se esconden realidades de baja productividad, informalidad, insatisfacción y precariedad de ingresos. En un país donde la estabilidad es excepción y la informalidad es norma, el reto no es solo generar más puestos, sino generar empleos de calidad.

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