
La sociedad peruana tiene una capacidad de resiliencia reconocida y aplaudida internacionalmente. Somos un pueblo que pudo sobrevivir una de las peores inflaciones de la región, con alteraciones en los precios de un día a otro que podrían haber vuelto imposible la vida, sobre todo a sectores populares. Que siguió adelante, casi sin mirar atrás, después de un conflicto interno con al menos 70 mil muertos, cientos de miles de personas heridas y torturadas. Que tuvo la mayor proporción de muertos durante la pandemia del COVID-19 a nivel mundial y la peor caída del PBI a nivel regional.
Sobrevivimos y seguimos. Por supuesto que es encomiable. Nuestra voluntad de seguir adelante a toda costa no puede ponerse en duda.
El problema es que esta resiliencia tiene un costo subjetivo muy alto, oculto en el debate público hasta que estalla. Las heridas, las cargas, las crisis no resueltas se manifiestan de distintas maneras como bombas de tiempo que detonan en determinadas coyunturas.
Las elecciones son ese tipo de coyunturas que las activan.
Sin consenso sobre la historia reciente
En los últimos años, el sociólogo Danilo Martuccelli viene ofreciendo claves para interpretar a la sociedad peruana, por fuera de las narrativas tradicionales que, según sostiene, no permiten dar cuenta de los fenómenos que hemos vivido y que han generado cambios profundos en nuestra sociedad. Cambios en el mundo de la economía, la política y la cultura que, si bien se han producido simultáneamente, en el mismo tiempo histórico, están atravesados por distintos factores. Es decir, no hay una narrativa armónica para dar cuenta del conjunto.
Uno de los factores que resalta y que quiero traer a esta columna es la ausencia de un consenso social sobre nuestro pasado reciente. Las últimas décadas han estado marcadas por hechos muy significativos, que han dejado huella, como la hiperinflación, el conflicto armado interno, la migración, la imposición del neoliberalismo, la pandemia por el COVID-19, que han impactado a la sociedad de distintas maneras, que han provocado cambios en nuestras relaciones, en nuestras interacciones cotidianas y que generan profundos desencuentros, disensos muy grandes en torno a su significado, sus causas y sus impactos.
No hemos logrado ponernos de acuerdo y quienes deben jugar un rol clave en el debate público han optado por la polarización altisonante y dogmática. Hay intentos de imponer una verdad desde los intereses de parte, sin importar lo que se percibe desde una sociedad cada vez más desigual y fragmentada. Es irónico que lo único que parece generar consenso en estos tiempos es la desaprobación histórica de Dina Boluarte y del actual Congreso de la República. Pero este, finalmente, es un consenso negativo. De rechazo, de desaprobación.
Si vemos las últimas encuestas, en relación con la intención de voto, más del 50% de la sociedad no se siente identificada con ninguna de las alternativas conocidas. Las opciones “punteras” que superan el 5% de intención de voto son solo tres y en conjunto suman 26%. Esto podría cambiar con el tiempo, por supuesto, pero si seguimos el rumbo y el ánimo de las elecciones del 2021, las posibilidades son pocas.
El 2021 fue la primera elección de nuestra historia contemporánea en la que el candidato y la candidata que pasaron a la segunda vuelta sumaron juntos solo el 26%. Hasta ese momento las segundas vueltas electorales se hacían sobre al menos el 45% de los votos. La ausencia de consenso social está muy correlacionada con la ausencia de consenso político.
Los temas que pueden estallar
Lo penoso del proceso electoral en curso –convocado ya hace 5 meses– es que, pese a tener 43 registros electorales con posibilidad de participar, no tenemos claridad de propuestas más allá de algunos lemas vacíos y repetitivos. Desde la ciudadanía no podremos llenar ese vacío en el corto plazo, pero sí podemos al menos poner en evidencia los grandes temas no resueltos y tratar de ponerlos en agenda. Desde esta columna intentaré sumarme a ese esfuerzo.
Menciono acá algunos que espero desarrollar con mayor amplitud en próximas entregas. Por ejemplo, el aumento de la criminalidad y la inseguridad ciudadana, vivida de manera agobiante por los llamados “emprendedores” que, tras haber servido de emblema del discurso neoliberal del espíritu empresarial en sectores populares, han quedado abandonados a su suerte, presas de la extorsión por parte de actores criminales dispersos y multiplicados ante la inoperancia del Estado peruano.
Frente a esta realidad, ¿qué proponen nuestros potenciales candidatos y candidatas? Básicamente populismo penal. Como si la respuesta fuera sencilla y se tratara simplemente de elevar penas. Dejando de lado la situación de las instituciones responsables de investigar y sancionar (la Policía Nacional, el Ministerio Público y el Poder Judicial) o interesándose en ellas, pero no por la criminalidad galopante, sino para asegurarse ellos y ellas impunidad.
Otro gran problema es el vinculado a la minería ilegal. Al amparo del debate sobre la minería informal y la artesanal, que son en estricto dos formas diferentes de extracción minera, se evade la discusión y la acción sobre la penetración de grupos criminales que, de seguir así, hegemonizarán la actividad informal, pues proveen recursos –son los enganchadores del siglo XXI– así como seguridad.
La tentación populista en relación con este gran problema está en derechas e izquierdas que, conscientes del gran número de personas vinculadas y dependientes de esta actividad, buscan un bolsón electoral rápido que garantice presencia en medio de un proceso que será altamente disperso.
Hagamos un esfuerzo por vencer o por lo menos evidenciar los intereses subalternos y cortoplacistas de quienes postulan. Abramos desde la ciudadanía el debate de fondo que el país necesita.

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