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Opinión

Amnistía es Corrupción, por Jose Luis Gargurevich

Esta decisión no es solo un escándalo jurídico. Es algo más profundo y corrosivo: es corrupción política disfrazada de reconciliación.

Jose Luis Gargurevich
Jose Luis Gargurevich

El perdón como moneda de favor político no es reconciliación, es corrupción.

No solo impunidad: corrupción.

Hace unos días, se promulgó la Ley de amnistía que beneficia a miembros de las Fuerzas Armadas, la PNP y los Comités de Autodefensa por crímenes cometidos durante el conflicto armado interno entre 1980 y 2000. Estamos ante la amenaza del archivamiento de cientos de casos ya juzgados o en curso, incluidos aquellos por tortura, desapariciones forzadas y ejecuciones extrajudiciales, incluso de menores de edad, que ha sido ampliamente condenada por la comunidad internacional.

Esta decisión no es solo un escándalo jurídico. Es algo más profundo y corrosivo: es corrupción política disfrazada de reconciliación. Porque sí, cuando el poder se usa para proteger a los suyos y garantizar impunidad, es corromper la democracia. Una democracia constitucional no puede permitir que unos ciudadanos tengan garantizada la impunidad con el poder del chantaje o por exhibir utilidad política. Porque si ese es el caso, más indignante que una amnistía es que en realidad sea el disfraz de una autoamnistía.

El Alto Comisionado de la ONU para los Derechos Humanos, Volker Türk, nos recuerda además el vínculo que hay entre la impunidad de la corrupción política, la vulneración de derechos y el intento de oscurecer la verdad. El Derecho Internacional prohíbe expresamente las amnistías por crímenes de lesa humanidad, ejecuciones extrajudiciales, tortura y desapariciones forzadas. No cabe ambigüedad legal. “Es una afrenta a las miles de víctimas que merecen verdad, justicia y reparación”, mencionó.

Esto me permite subrayar algunas dimensiones de por qué sostener que amnistía es corrupción.

Amnistía es Corrupción si usamos la distinción conceptual entre corrupción política y corrupción no política que menciona Mark E. Warren en su libro “¿Qué significa Corrupción en una Democracia?”. La corrupción política es el abuso de la autoridad y poder común con el propósito de obtener beneficios privados en perjuicio de la colectividad. En este caso, lo importante es que la función del político y el deber que debería inspirarle la regla del Estado de Derecho persiguen el logro de un objetivo colectivo, el mismo que se ve truncado por el acto corrupto.

Amnistía es Corrupción porque la trampa rompe con el principio democrático de inclusión política: toda persona afectada por una decisión debe tener igual oportunidad de influir en ella. Sin embargo, a las víctimas del conflicto no se les consultó. No se les escuchó. Se les volvió a negar el derecho a la justicia, a la verdad y a la reparación. Desde esta perspectiva, la amnistía no solo perdona crímenes; perpetúa estructuras de discriminación. El mensaje es claro: si tienes poder, el Estado te protegerá. Si no lo tienes, tu -nuestro- dolor será ignorado.

O sea, la corrupción política genera exclusión: discrimina de las decisiones o acciones colectivas a todos aquellos que no tienen el poder o la “valía” de participar, no se benefician del arreglo corrupto y tienen una demanda legítima de ser incluidos. Excluirlos de aquello que el Estado debería garantizarles, vincula el efecto de la corrupción con el menoscabo al disfrute de los derechos humanos.

Amnistía es Corrupción porque es un acto histriónico del político para dividir con el engaño de la unidad: entraña hipocresía. Quien excluye de forma corrupta es quien profesa y viola, a la vez, la norma de inclusión democrática. La marca de los políticos corruptos se distingue por su duplicidad o doble estándar: en el dominio público sostienen abiertamente la defensa de las normas democráticas, mientras que al mismo tiempo, de forma oculta, quebrantan dichas normas, con el fin de obtener algún beneficio que esas normas defendidas no permiten.

Amnistía es Corrupción porque no se trata de un perdón que se otorga por decisiones individuales ilegales o indebidas, sino de sistemas que estructuralmente excluyen a algunos sectores de la sociedad. Legitima a tal punto los comportamientos de una jerarquía social injusta y permeada por algunos grupos, que significa más que una ley que perdona crímenes, lo que hace es darle espaldarazo a la intención de muchos de socavar memorias y ocultar la historia. Es corrupción estructural que vuelve a empujar a los más vulnerables a la pared de la marginalidad.

La corrupción es estructural porque se trama entre sociedades e instituciones, no por intencionalidades individuales. La afectación de derechos como efecto del acto corrupto es quizás lo que hace que el pacto entre los agentes que se corrompen mutuamente sea tan deshumanizante. François Valérian, presidente de Transparencia Internacional, bien lo menciona cuando señala que la corrupción es una manifestación de las instituciones, no de la naturaleza humana. Es más fácil señalar y encontrar corruptos, pero más desafiante desmantelar culturas de corrupción. No se acaba con sancionar a la persona, sino con desarmar el tejido completo.

Pero lo más grave no es que existan políticos que promuevan leyes como ésta. Lo verdaderamente alarmante es que sigamos eligiéndolos. Que quienes justifican la impunidad, quienes pactan para blindarse, quienes tuercen la ley para proteger a sus aliados, vuelvan una y otra vez al poder con nuestro voto.

Esa es la verdadera tarea urgente de la ciudadanía, de toda la ciudadanía (empresa, academia, sociedad civil): preservar una conciencia colectiva que detenga la desintegración orquestada de la corrupción política y que busque incansablemente, más bien, a los que representen la más alta y revalorada integridad política.

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